Violencia política: una lección olvidada
Se cumplen 40 años del retorno a la democracia. Y parece haberse olvidado la lección de aquella traumática pero heroica transición que dejó atrás el tiempo más oscuro de la Argentina. Para algunos sectores, la construcción política sigue abonando el terreno de la destrucción y el autoritarismo.
Los dramáticos y tristes episodios vividos ayer en la capital de Jujuy, cuando se aprobaba y juraba la nueva Constitución provincial en la Legislatura, devolvieron imágenes que -cada tanto- se reavivan en la vida nacional. Manifestantes esgrimiendo un espíritu cargado de inusitada violencia se enfrentaron con policías que se vieron superados por momentos frente a la irracionalidad de quienes no son capaces de ofrecer argumentos que solidifiquen su oposición a determinados hechos políticos y creen que destruyendo todo a su paso conseguirán sus propósitos.
Reniegan estos grupos del verdadero significado de democracia. No la consideran como una opción civilizada, como un método institucional que genera instancias para resolver las diferencias. Hacen lo mismo desde hace años. Se han recorrido 4 décadas de vida democrática y no han modificado su accionar. Cuentan, hay que señalarlo, por un lado, con la complicidad de determinada dirigencia que apaña estas conductas siempre y cuando traigan agua para su molino. Por el otro, con la ineficacia de gran parte de la clase política que, en reiteradas ocasiones, no empatiza con las necesidades de la ciudadanía e insiste en mirarse el propio ombligo.
La violencia en Jujuy se produjo justo cuando se cumplieron 50 años de una de las jornadas más violentas y tumultuosas de la historia argentina. La tragedia de Ezeiza, el día en que regresaba al país el general Perón, fue un episodio que aún hoy produce escalofríos debido a la espiral de muerte y destrucción que ese enfrentamiento político suscitó. Lamentablemente, el panorama político e ideológico hace presumir que, a escasas semanas de elecciones cruciales para la vida del país, vuelve a instalarse la sensación de que las disputas políticas tendrán fuertes dosis de violencia y descontrol.
El periodista Marcelo Larraquy, en su libro "Argentina, un siglo de violencia política", se pregunta las razones por las cuales este método de la agresión y la destrucción puede ser considerada como una táctica y también una estrategia política para "instalar una posición o una fuerza; para defender una causa; para salvar al país de la "antipatria" o de los "vendepatria"; para poder votar; para romper con un poder establecido y torcer el rumbo de la historia; para reparar una injusticia; para responder a otra violencia; para eliminar a los "enemigos internos" que expresan una ideología diferente". Y llega a la conclusión de que la violencia "fue una opción recurrente a la que apelaron distintos actores, con distintos fundamentos y modalidades, y marcó a fuego el siglo XX argentino, la historia del país".
Parece que sigue siéndolo en el siglo XXI. Es más, la descalificación permanente, la manipulación de los hechos, los enfrentamientos verbales agresivos, la tergiversación de la historia, la acción de fanáticos, exaltados e intransigentes y la polarización que genera cada vez más intolerancia han generado una realidad en la que la violencia se asume como una forma habitual de hacer política.
Se cumplen 40 años del retorno a la democracia. Y parece haberse olvidado la lección de aquella traumática pero heroica transición que dejó atrás el tiempo más oscuro de la Argentina. Para algunos sectores, que no siempre pueden ser calificados como minorías, la construcción política sigue abonando el terreno de la destrucción y el autoritarismo que observa a quien piensa distinto como un enemigo al que hay que eliminar.