Estados Unidos
Trump y la felicidad microeconómica
A pesar de sus controversias, ganó las elecciones apelando a una propuesta enfocada en el bienestar inmediato de las personas. Mientras Kamala Harris propuso una visión a largo plazo, social y macroeconómica.
Por Ricardo Trotti | LVSJ
Trump tenía todo para perder. Un récord criminal prolífico, un discurso misógino, racista y anti latino, lleno de burlas y desinformación, el 90 por ciento de la prensa en contra, redes sociales espantadas, encuestas desfavorables, y la oposición poderosa de Taylor Swift, Lady Gaga, Jennifer Lopez, centenares de deportistas y académicos con más de cinco mil millones de seguidores en Instagram y TikTok. Todo ese descontento ampliaba la sonrisa exagerada de Kamala Harris que, horas antes de la elección, se perfilaba como ganadora, gracias a un discurso conciliador, políticamente correcto, apelando a la grandeza de un país profundamente democrático y al viejo adagio de “tierra de oportunidades”.
Entre la elección de esos dos países, Donald Trump ganó por paliza, robando muchos de los votos que los demócratas creían propios: obreros, jóvenes, latinos, negros, mujeres. Pero ¿cómo? ¿No estaba toda esta gente en su contra? Sí, es la respuesta fácil. No, la más intrincada. La respuesta correcta se puede hallar en 1776, escrita y destacada en la Declaración de Independencia: la búsqueda de la felicidad, un principio que comparte cartel con los derechos a la vida y la libertad.
La felicidad tiene muchas acepciones. Las principales están aliadas con el bienestar, el acceso a la salud y la educación, la no violencia, la libertad, las relaciones familiares y un mundo sin guerras y equilibrado. En todos esos atributos pensaron los fundadores del país para crear una sociedad con derechos civiles y sociales relevantes. Y la campaña de Harris abrazó correctamente todos esos valores.
Pero la felicidad, así como otros derechos, no solo tiene una dimensión social, sino también individual. Y uno de los bienes más preciados de la obtención de la felicidad está en el poder adquisitivo. El dinero no es un desvalor de la sociedad capitalista ni siquiera un estorbo para la felicidad de los monjes tibetanos. Apegado al trabajo o cualquier actividad lícita, el dinero atrae dignidad, autonomía y seguridad. Proporciona capacidad para tomar decisiones, mejorar la calidad de vida y alcanzar metas personales. En esos valores individuales también pensaron los “padres fundadores” en 1776.
Los demócratas hicieron una acalorada defensa de sus logros económicos en los años de Joe Biden. Los datos son muy buenos, mejores que en la época de Trump: menores índices de inflación, desempleo y déficit. Pero son datos macroeconómicos, incomprensibles para los mortales que buscan la felicidad en lo microeconómico, en su bolsillo. ¿Cómo la inflación fue del 2,5%, pero mi bolsa de supermercado es 30 dólares más cara que el año pasado? ¿Por qué la cuota de la escuela aumentó 100 dólares? ¿Por qué subió la visita al médico? ¿Por qué los intereses de mi tarjeta de crédito…?
No creo en un voto castigo al statu quo de los demócratas. No hicieron las cosas mal. Ni fueron la ciénaga de corrupción, lema que Trump usó en 2016 para llegar a la Casa Blanca. Sin embargo, los grandes temas de la campaña de Harris apuntaron a una felicidad a largo plazo, social y macroeconómica. El derecho al aborto, el control de armas, el respeto a las instituciones, impuestos a los ricos, alianza con los países aliados… Todas aspiraciones importantes, sociales y políticas, pero no cuantificables para el bolsillo.
Trump puso énfasis en la búsqueda de la felicidad, pero a corto plazo, en forma individual y microeconómica, apelando a los sentimientos más inmediatos de la gente. En una vida tan cargada de pesares y desafíos, prometió bienestar sin demoras. Reducir impuestos para los más desfavorecidos, los que viven de las propinas y los jubilados. Achicar el Estado y el gasto público, desregular, aumentar las tarifas a productos importados. Todas las medidas cobijadas en su lema “Make America Great Again”, el que la gente traduce en más empleos locales y mayor dignidad para los trabajadores. Y sobre las atroces declaraciones sobre latinos asesinos, puertorriqueños basura y haitianos come gatos, los inmigrantes legales las leyeron como medidas para proteger sus empleos y salarios que se evaporizan con la ilegalidad. Con esas promesas de felicidad individual, Trump ni se molestó en las de orden social a las que apostaron los demócratas.
Tampoco hay nada nuevo bajo el sol. La fórmula de la felicidad microeconómica la abrazaron presidentes exitosos de ambos lados del espectro. El demócrata Bill Clinton hizo gala de campaña con aquel lema poderoso “es la economía, estúpido”. Mientras tanto, Trump se apoderó de la filosofía republicana de Ronald Reagan. La “Reaganomicis” apuntó al recorte impositivo, el achique del gobierno, a reducir el gasto público, control monetario para combatir la inflación y a dar más libertad para crear empresas y generar riqueza.
La autenticidad de Trump también pesó sobre la incertidumbre que aportaba Harris. Cuando Trump habla de economía es voz autorizada, y la gente escucha. Construyó su fortuna y está rodeado de otros millonarios, como Elon Musk y Jeff Bezos, que tal vez no pagan muchos impuestos directos, como achacan los demócratas, pero crean riqueza y empleos en pila.
¿Logrará Trump hacer todo lo prometido? Ojalá. Por ahora tiene poder con viento de cola, las dos cámaras del Congreso y una Corte Suprema conservadora. Si logra regalar felicidad microeconómica, los republicanos estarán de parabienes. En cuatro años tendrán en el vicepresidente Vance a un joven más experto que, con más tiempo del que tuvo Harris, podrá tomar la posta para seguir construyendo el futuro.