Análisis
Merecer a San Martín
En medio del berenjenal en el que vivimos, quizás sea necesario un ejercicio de introspección para reencontrar con aquellas virtudes que nos hicieron merecedores del la Patria.
Nos observa desde el bronce. Señala el rumbo. Divisa los avatares y las penurias que arrastramos desde hace décadas. Seguramente, su amor por la Patria le permite esperanzarse en un mejor porvenir. No espera mayores reconocimientos. Nunca los persiguió. Demostró con sus actos “su sentido republicano, de palabra inquebrantable, su talento organizador, su condición de amigo entrañable, su respeto a la vida, su atención cordial a los indios y a los negros”, como afirmó el prestigioso intelectual argentino Pedro Luis Barcia.
No se trata de dejarlo solo en el bronce. Mucho menos de vulgarizar su vida. Hacerlo inimitable obstaculiza la reflexión sobre su legado. Degradar el relato a las pequeñeces que, supuestamente, lo “humanizan” no permite adquirir la real dimensión de los valores por los que luchó durante su existencia. Los extremos nunca son puntos de vista adecuados.
Inmersos en la vorágine de una empecinada extensa crisis social, cultural, política y económica que altera los ánimos, se impone la necesidad de alzar la vista y redescubrir el sendero marcado por los grandes hombres de la Patria, entre los que el general José de San Martín ocupa el sitial más elevado, aunque él mismo hubiese resignado ese rol que la historia real –no la surgida en este tiempo dominado por la posverdad- le otorgó.
Reconocer su lucha exige unirse para “batir a los maturrangos que nos amenazan”. Claro que para ello es fundamental deponer “resentimientos particulares” para concluir “nuestra obra con honor”. Un trabajo al que San Martín nos convoca porque no podemos ensordecernos “con las glorias” y tenemos la obligación de “fijar la suerte del país de un modo sólido y tranquilo”.
Es posible que buena parte de los argentinos de hoy, los que atravesamos este agitado período de nuestra historia hayamos, como el Prócer, adquirido “un estoicismo ajeno a mi carácter”. Es que hemos conocido “algún Catón que afirme tener la Patria un derecho de exigir de sus hijos todo género de sacrificios”. Sin embargo, esta exigencia “tiene sus límites: a la Patria se deben sacrificar los intereses y la vida, pero no el honor y los principios”.
Quizás sea una quimera en la actualidad, pero “es necesario tener toda la filosofía de un Séneca, o la imprudencia de un malvado, para ser indiferente a la calumnia”. Más aún, es difícil admitir hoy una reflexión que le quite importancia “pues si no soy árbitro de olvidar las injurias porque pende de mi memoria, a lo menos he aprendido a perdonar”. Finalmente, ¿habrá alguna receta para curar la soberbia, esa “discapacidad que suele afectar a pobres infelices mortales que se encuentran de golpe con una miserable cuota de poder”?
Lo entrecomillado en los párrafos anteriores son frases escritas por San Martín en cartas dirigidas a Tomás Guido, Estanislao López y Tomás Godoy Cruz. Pueden constituir el cimiento del camino inverso al que la Argentina recorre desde hace tiempo. Claro que, para lograrlo, no alcanza con destacar sus virtudes, difundir su legado, reconocer su ejemplo y recordar sus enseñanzas cada 17 de agosto. En medio del berenjenal en el que vivimos, quizás sea necesario un ejercicio de introspección para reencontrar con aquellas virtudes que nos hicieron merecedores de San Martín como Padre de la Patria.