Análisis
Lijo: ser y parecer
Los jueces “son” la justicia y la representan en cada una de sus acciones. Deben ser y parecer. En el caso del juez Ariel Lijo, todo indica que esto no ocurre.
El revuelo político y mediático alrededor de la posible nominación del controvertido juez federal Ariel Lijo para la Corte Suprema de Justicia sigue generando controversias. Uno de los principales argumentos en contra de su postulación es que contradice el discurso del gobierno nacional, que se ha comprometido a luchar contra los privilegios de la casta política. Se critica que promover a Lijo para el máximo cargo judicial parece ir en contra de ese compromiso, ya que él parece encarnar las características negativas de esa misma casta que el gobierno dice combatir.
Llama la atención la falta de explicaciones sólidas respecto de cuáles son los motivos para que este magistrado acceda al máximo tribunal del país. Más aún, sorprende que las autoridades nacionales estén dispuestas a pagar los costos de su designación. Esto hace suponer que existen razones veladas que deben seguir disimulándose a pesar del ruido que ya ha adquirido ribetes de escándalo político, aunque una amplia porción de la ciudadanía –preocupada por asuntos más urgentes- es convidada de piedra en un asunto que puede tener implicancias severas para las instituciones del país.
En verdad, el funcionamiento de la Justicia es una de las asignaturas pendientes de la transición democrática. Para la gran mayoría de los argentinos es poco o nada confiable, más allá del esfuerzo de muchos jueces, fiscales y funcionarios para revertir esa imagen negativa. En el fondo de los cuestionamientos yacen argumentos vinculados con la moral y la ética. Así, las críticas a determinados jueces o tribunales se vinculan con posibles –en ocasiones muy visibles- falencias en categorías tales como la imparcialidad, la capacidad, la idoneidad, la eficiencia y la honestidad.
Sus críticos afirman que el juez federal propuesto para la Corte Suprema encarna todos y cada uno de estos cuestionamientos. Rompe con la idea de que la conducta pública y privada de un magistrado debe ser intachable, pues de ella depende la valoración que se hace del sistema judicial en su conjunto. El juez debe ser y parecer. Debe tener todas las cualidades que se estiman imprescindibles para que pueda llevar adelante su función y, a través de ellas, otorgar certidumbre para generar confianza en los ciudadanos. Si esto no se produce, se altera la estabilidad y se pone en duda la legitimidad del sistema.
En un artículo reciente, el abogado Juan Martín Nogueira, auxiliar fiscal de la Unidad de Derechos Humanos de La Plata, escribió que la raíz del problema se presenta como “una cuestión ética que indaga sobre aquellas conductas que el juez tendría que evitar —por resultar inapropiadas en razón de la calidad de la función que ejerce y por los efectos nocivos que produce en el sistema—, como así también aquellas conductas que el juez debería realizar a fin de construir un vínculo de confianza con la sociedad”.
Prácticamente nada de lo anterior quedó evidenciado en la larguísima presentación del juez Lijo en el Senado de la Nación. Las crónicas periodísticas son elocuentes testimonios de la falta de definiciones y de las debilidades argumentativas que interpuso el magistrado en defensa de su actuación. Los jueces “son” la justicia y la representan en cada una de sus acciones. Deben ser y parecer. En el caso del juez Lijo, todo indica que esto no ocurre.