Análisis
La Rayuela del Senado
El Senado de la Nación sigue siendo el más claro ejemplo de una vieja y despreciable manera de hacer política.
“La rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato, y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo”. Así describió el genial Julio Cortázar al juego infantil que le prestó -hace poco más de 60 años- el nombre a uno de los libros más emblemáticos de la literatura en nuestro idioma.
Se afirma que la obra no contenía propuestas políticas en esa agitada década de los 60. Sin embargo, para el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, Rayuela “ofrecía reglas útiles para quienes en aquellos años fervorosos empezábamos a la vez el camino de la acción política y el de la acción literaria. Entre ambos, no podíamos percibir muchas diferencias; desde luego que la palabra compromiso y la palabra causa hacían de la acción política y de la acción literaria una sola acción”.
Horacio Oliveira, el protagonista de esa historia es un “argentino compadrón, desembarcando con la suficiencia de una cultura de tres por cinco, entendido en todo, al día en todo, con un buen gusto aceptable, la historia de la raza humana bien sabida, los períodos artísticos, el románico y el gótico, las corrientes filosóficas, las tensiones políticas, la Shell Mex, la acción y la reflexión, el compromiso y la libertad, Piero della Francesca y Anton Weber, la tecnología bien catalogada, Lettera 22, Fiat 1600, Juan XXIII”. Agrega: “Qué bien. Qué bien”.
Permítase el atrevimiento de vincular aspectos de lo que su autor calificó como “contranovela” con lo ocurrido días atrás en el Senado de la Nación cuando, en una sesión escandalosa, se votó el aumento de las dietas sobre tablas. Fue una demostración infantil protagonizada por personajes compadrones, en cuyo discurso aparecen con frecuencia alusiones a la acción, a la reflexión, al compromiso y a la libertad. Que conocen todos los vericuetos del poder y que se ufanan de sus sobrados conocimientos y de su especial sensibilidad con las necesidades de la gente cuando se expresan públicamente.
Fue una reunión de un cuerpo que lleva en su nombre el calificativo de “honorable”, en la que otra vez se vació de contenido a la palabra compromiso. Un episodio que solo sirvió a la “causa” propia y que reflejó la lejanía entre la acción política y la realidad que se vive. La mayoría de los integrantes de esta versión degradada del “club de la serpiente” tiró la piedra para alcanzar el “cielo”, su “cielo”, mientras los argentinos navegan por el purgatorio en un país que, en muchos aspectos, ni siquiera superó el tiempo de la Lettera 22 y del Fiat 1600. Pero escondieron la mano. O la alzaron con vergüenza, conociendo las consecuencias de la “travesura” que cometían. Se trató de una especie de asamblea de centro de estudiantes en la que algunos llevaban –solapadamente, paradoja mediante- la voz cantante, otros miraban sin hacer nada y quienes afirman ser la encarnación de la renovación política parecían planificar un viaje de egresados.
Por cierto, no hay margen para las sorpresas. La frase que sigue se publicó en esta columna en septiembre de 2002 cuando todavía el país se debatía en una crisis tan grave como la que se vive hoy: “El Senado de la Nación, un cuerpo que debería prestigiar a la democracia argentina, sigue en deuda. Y no sólo porque no ha llevado a cabo su ajuste en medio de la más grave crisis que padece el país. Se acentúa así la distancia con el pueblo que los integrantes de la Cámara Alta se comprometieron a estrechar cuando asumieron hace poco sus cargos. El Senado de la Nación sigue siendo el más claro ejemplo de una vieja y despreciable manera de hacer política”.
Qué bien. Qué bien.