Día de la Independencia
La invitación del 9 de Julio
Trabar relaciones de aquel pronunciamiento histórico con la Argentina del presente es un ejercicio de reflexión que, necesariamente, debe producirse
A partir del 25 de Mayo de 1810, en el territorio de lo que entonces pretendía ser las Provincias Unidas del Río de la Plata se ensayaron numerosas experiencias para consolidar una estructura de poder. Todas ellas no alcanzaron la solidez necesaria como para afianzar un proceso que, sin embargo, progresaba lentamente en medio de dificultades evidentes.
Definir la guerra contra el poder español, declarar la independencia y aprobar una Constitución serían anhelos que tardaron años en cumplirse. El primer objetivo se extendió por casi una década y solo se alcanzó con la concreción del plan del general San Martín, que dejó la frontera norte al cuidado de los gauchos de Güemes y llegó a Lima tras cruzar los Andes. El tercero, demoró mucho más de la cuenta: recién en 1860, tras años de enfrentamientos internos, se pudo lograr la unidad en torno a una Constitución.
La independencia se declaró en 1816 en medio de innumerables marchas y contramarchas Afirma Eduardo Sacheri en “Los días de la revolución” que era “tan confuso el panorama que la Declaración de Independencia la firman diputados de varias ciudades del Alto Perú (Charcas, Chicas y Mizque) y no la firman (porque no asisten, y no asisten porque no aprueban la reunión de ese congreso, y no la aprueban porque son parte de una estructura política rival) ni Santa Fe, ni Corrientes, ni Entre Ríos”. Sin embargo, la independencia de España y de toda dominación extranjera es el corolario de una convicción que urgía: la de forjar el destino de un pueblo.
Las adversidades militares, las desinteligencias de los gobernantes y las amenazas de todo tipo que enfrentaba el bando patriota no impidieron, sin embargo, que la aspiración de libertad sucumbiese. El simbolismo profundo de la declaración pronunciada en la humilde casa de Tucumán remite a esa idea de libertad que proclama la fe de un pueblo (por cierto, en 1816, aún no cabalmente conformado ni integrado) en su destino independiente. Un porvenir que se presentaba opaco, pero que encontró en la declaración de la independencia un eslabón central que aglutinó voluntades y esfuerzos.
Trabar relaciones de aquel pronunciamiento histórico con la Argentina del presente es un ejercicio de reflexión que, necesariamente, debe producirse. La vocación de libertad expresada en 1816 es una fuente de importancia invalorable a la hora de concatenar las expresiones populares del sentimiento patrio en distintas épocas históricas. Constituye una imperiosa necesidad regar nuestra realidad acuciante con ese espíritu que nos llega desde aquel lejano día en que fuimos independientes por fin.
Con él podremos afianzar los beneficios de la libertad, construir la Justicia, fortalecer las instituciones democráticas y promover el respeto fraterno y la comprensión para comenzar a transitar una senda común que supere la división, al menos en los grandes temas de la Nación. Para alejar las pasiones y las disputas. Por eso, esta magna fecha patria es una invitación que no puede ignorar ningún argentino de bien.