Un día en la vida
Japón, el fútbol y la resiliencia
La Fifa se pregunta cuál es la final más épica de los mundiales. Pocos la recuerdan, pero quizá haya una que compita contra el Argentina-Francia de Qatar 2022
Por Manuel Montali | LVSJ
“Akusen Kutou” es un término japonés para designar una batalla desigual, cuesta arriba o con la cancha inclinada.
Hace unos días, desde las redes sociales de la Fifa, se lanzó un desafío: nombrar una final más memorable que la que protagonizaron Argentina y Francia en Qatar 2022. Los comentarios eran extensos, aunque pocos se animaron a dar una respuesta alternativa. El “Maracanazo” de 1950, por supuesto, para recordarle una vez más a Barbosa que cuide los palos. Inglaterra-Alemania de 1966, con el mítico “gol fantasma”. Argentina-Alemania de México 1986, con Diego Maradona en modo “D10s” y la corrida a la eternidad de Jorge Burruchaga…
Pero hay otra final que nadie mencionó, y que le compite en épica a la de la “Scaloneta”. Tiene todos los condimentos: un equipo que llega a las últimas instancias como “Cenicienta”, un personaje inolvidable y un gol que, probablemente, sea el más lujoso de todas las finales. Sí, más que la corrida a lo Ferrari de los volantes argentinos, a lo largo y a lo ancho del Lusail, para el 2-0 ante “Les Bleus”.
Y aclaramos que no hablamos tampoco de la final de 1942, relatada por el gran Osvaldo Soriano. Aquélla con arbitraje revólver en mano de William, el hijo de Butch Cassidy, en esa torre de Babel que era la Patagonia, en donde los mapuches vencieron a los alemanes, relato ficcional que supo imponerse como verdad o “fake new” para algún desprevenido.
Esta final que traemos a colación se jugó en 2011. Del equipo al que nos referiremos nadie esperaba nada. No tenía historia ni mito. Al contrario, acarreaba varias palizas y goleadas en sus participaciones anteriores, muchas despedidas sin triunfos o armando las valijas en primera ronda. Cinco mundiales jugados, tres partidos ganados.
“Shichiten-hakki” es un concepto japonés para representar la resiliencia, el vivir en un ring de box pero sin campana, el levantarse de la lona una y otra vez.
Se ha hablado antes aquí de la figura principal de esta selección, de sus 165 centímetros de pura explosión. De su finura y eficiencia como la de una katana. De que había debutado en su primer Mundial siendo adolescente. Solo 16 años. Pero que para su quinto torneo, el de 2011, ya portaba las distinciones máximas del fútbol: el dorsal número 10 y la cinta de capitán. Portaba también las esperanzas de un pueblo arrasado.
Por momentos pareciera que hablamos, con alguna confusión, de Lionel Messi y la Argentina. Pero no. A este pueblo lo había arrasado un fenómeno mucho más palpable y natural que la debacle económica: un terremoto. El mayor desastre natural en su milenaria y muy castigada historia: 20.000 muertos, otros tantos desaparecidos y 200.000 personas que debieron abandonar sus hogares.
El nombre de nuestro personaje es Homare Sawa. La selección es la japonesa. Y el torneo con la final más épica se llevó a cabo en Alemania.
El combinado nipón dudó entre presentarse o no, porque no sentía del todo bien la idea de salir a defender a su país pateando una pelota. Algunos quizá pensaban que, la defensa más urgente, era la de patear escombros para levantar a ese pueblo una vez más de las cenizas. Había otro factor, incluso. En plena crisis energética como consecuencia del terremoto, con estadios sin luz, para gran parte (amateurs, futbolistas que vivían de otra cosa) había sido complicado entrenar.
Pero siguieron adelante. En sus piernas tal vez estaba la posibilidad de obsequiar una tregua, una distracción, una alegría. En vez de arengas, la motivación previa a cada partido que hacía el cuerpo técnico del “kantoku” Norio Sasaki, Nori-san, era repasar videos y fotos de la catástrofe que vivía su país. Y, con el juego acabado, circulaban con una bandera agradeciendo a sus amigos de todo el mundo por el apoyo ante el desastre. En ese claroscuro se resumían: hambre y gratitud.
Lo que pocos sabían, además, era que la consigna del entrenador, desde sus primeros grandes compromisos en 2008 con su seleccionado, era el “kaizen”, la mejora continua.
Ese equipo, que no ganaba nunca, del que nadie esperaba nada, arrancó imponiéndose 2-1 frente a Nueva Zelanda. En segunda fecha vapuleó a México 4-0, con un triplete de Homare. En el último encuentro de la primera fase cayó 2-0 frente a Inglaterra, lo que lo relegó al segundo puesto del grupo.
Todo se complicó, se puso cuesta arriba, porque en cuartos de final tenían una parada dura: Alemania, la anfitriona y bicampeona, invicta desde hacía dos mundiales y medio. Una topadora, equipo goleador y blindado en defensa. Gran representación de “Akusen Kutou” para la visita, que no podía cruzar la mitad del terreno. “Si ustedes sufren en la cancha, piensen en lo que sufre nuestra gente”, les dijo el entrenador. Los noventa minutos arrojaron un casi milagroso empate sin goles. Prórroga. Allí, a los ‘108, Sawa sacó magia de su empeine para picar una habilitación con lujo a Maruyama, quien marcó el tanto del triunfo. Por primera vez la selección japonesa se iba a quedar hasta el último día del Mundial. Ya era mucho.
Pero no se conformaron. Bajo el ritual de seguir mirando lo que vivía su pueblo, salieron a jugar contra Suecia. En silencio. Dientes apretados. Posesión contra fortaleza física. Empezaron perdiendo, pero ¿qué era un gol para esa gente, hija de la generación que se había levantado de los hongos atómicos? En Japón hay un concepto para simbolizar ese espíritu: “Shichiten-hakki”. Vivir en un ring de box, pero sin campana. Levantarse de la lona una y otra vez. Empataron y dieron vuelta el cotejo con un gol de Sawa, cada vez más gigante con sus 165 centímetros. Fue 3-1, y a la final.
Allí esperaba la otra favorita, Estados Unidos. Siempre en el podio, había obtenido dos de los cinco mundiales previos. El equipo de un conjunto de pequeñas islas del Pacífico contra la superpotencia. Se habían enfrentado antes. El combinado occidental había ganado hasta 9-0 sin que el asiático supiera lo que era patear al otro arco. Japón jamás había vencido en un partido oficial. Una derrota digna, el podio de plata, estaba bien para ese equipo que admiraba a su rival, al punto de que gran parte de sus integrantes se habían perfeccionado en Norteamérica.
Y se dio la lógica, cuando Estados Unidos abrió el marcador a los ‘69. Sin embargo, Japón, esa selección que solo contaba con su propia fe, forzó la prórroga a los '81.
“En estos noventa minutos le han transmitido un sentimiento a los japoneses. En los próximos treinta, diviértanse. No se rindan. Muestren lo que tienen”, les dijo Nori-san. Estados Unidos volvió a imponer la lógica, lo que correspondía en todos los manuales y las casas de apuestas, cuando concretó el 2-1 a los '104. Pero faltando solo tres minutos ocurrió el milagro que no nos cansaremos nunca de relatar. Homare Sawa, bajo el llamado de convertirse en héroe, con la 10 y la cinta en el brazo, con sus 165 centímetros de explosión ante un equipo muy superior en tamaño. Hizo el gol imposible, el gol de película contra el país dueño de Hollywood.
Se dio en un córner, de esos que invitan a los arqueros a ir a la desesperada a tratar de cabecear. Sawa corrió desde el primer palo hacia el vértice del área chica. Con el arco a su espalda conectó el centro de taco entre una maraña de piernas. Y mandó la pelota al fondo de la red. Realmente hay pocas proezas, en toda la historia de finales FIFA, mejores que ese gol de malabarista.
El empate 2-2 llevó la definición a los once pasos, donde Japón fue pura confianza. Asombra ver a esa selección antes de la tanda, antes de las caminatas siempre agónicas desde mitad de campo al punto de penal: sonrisas, bromas. Esa copa no podía ir para ningún otro lado. Fue 3-1. Y ese 17 de julio se convirtió en el primer combinado asiático en ganar una Copa Mundial de la FIFA.
“Probablemente esto le llegó al país correcto, en tiempos difíciles”, dijo el técnico alemán Jürgen Klopp sobre el título de Argentina en el 2022. Lo mismo aplica para la proeza de Japón.
Homare se quedó con todos los premios. “Increíble”, fue casi lo único que pudo decir en la coronación. Pero dijo también que no había ninguna casualidad, que se merecían bellos milagros y ocurrieron. Porque eran once en cancha, pero con el conjunto de fuerzas de todo un pueblo empujando en su favor.
Sawa anunció su retiro al final de 2015, después de sumar algunos laureles más: dos subcampeonatos, el de los Juegos Olímpicos 2012 y el del Mundial de Canadá 2015. En ambos cayeron ante Estados Unidos, que ahí sí se tomó revancha, imponiendo la lógica de la historia y los manuales.
Homare obtuvo las mismas medallas mundialistas que Diego Maradona y Lionel Messi, y jugó más torneos ecuménicos que el rosarino, Antonio Carbajal, Lothar Matthäus y Rafael Márquez.
Insistimos en que pareciera, a veces, que se habla de otro deporte. Pero es el mismo. Es fútbol femenino, que en apenas un puñado de días nos regalará una nueva función mundial.
Como corolario, cuando las japonesas -campeonas del mundo el año previo y símbolo nacional- volaron a los Juegos Olímpicos de Londres 2012, lo hicieron en clase turista. En el mismo avión, pero en primera clase, iba el equipo masculino sub 23. Homare, moviendo las palabras como la pelota, había manifestado su esperanza de que, en caso de ganar la medalla de oro, les dieran el privilegio de volver en los mejores asientos... al menos por una cuestión de edad. Como salieron “apenas” segundas, no pudo ser.
La selección femenina campeona en Alemania fue conocida como las Nadeshiko, por el término Yamato Nadeshiko, relacionado con el ideal de mujer y la belleza suprema. Pero no fue por lindas que derrotaron a todas las potencias de ese deporte. Para cada integrante de esa selección el apodo significa otra cosa: equipo, convicción, pertenencia.
Por el momento, por el contexto, se puede convenir entonces en que hay pocas finales con tanta épica como la de 2011. Un campeón contra todo pronóstico. Batalla desigual. Cancha inclinada. “Akusen Kutou”. La epopeya del equipo del que nadie esperaba nada, pero que contó con un poder superior. Eso, y el gol más hermoso, el del barrilete cósmico japonés, el del taco de Dios.