Análisis
El último resquicio para la esperanza
Más allá de rimbombantes anuncios de programas novedosos, de reformas continuas y de discursos floreados, quizás sea el aula, ese bello espacio compartido por maestros y estudiantes, el último resquicio de esperanza para un futuro mejor.
Las aulas vuelven a poblarse de espíritus infantiles y juveniles para que la escuela reanude su trascendente misión de moldearlos y forjar seres humanos buenos y ciudadanos responsables, imbuidos de los conocimientos y los valores que deben guiar su vida en una realidad vertiginosa y, por momentos, caótica.
El comienzo de un nuevo ciclo lectivo es una oportunidad, casi un imperativo, para reflexionar sobre el papel central que desempeña la educación en la sociedad. Lo ha tenido en todos los tiempos. Pero en el presente su función cobra una relevancia enorme frente al barullo anárquico de las redes sociales, sus burbujas de filtro, las cámaras de eco, los sesgos y la sobreabundancia de información que polarizan, generan intolerancia y agigantan sensaciones pesimistas.
En el pasado, el tañido de la campana llamando a clases fue un símbolo de lo que la escuela significaba para la sociedad. Imbuida de espíritu emprendedor y de pasión por el conocimiento la educación argentina alcanzó, antaño, prestigio mundial. Nuevas maneras de abordar la cuestión promovieron cambios en un sistema que se percibía como verticalista, punitivo y hasta elitista. Visión ideologizada que ni siquiera tuvo en cuenta los aspectos de una realidad histórica que exhibió a la escuela argentina como igualadora de oportunidades y capaz de cimentar la formación intelectual, física y moral de varias generaciones.
El aclamado novelista y miembro de la Real Academia Española, Arturo Pérez Reverte, hace casi una década, describió el panorama con claridad: “Nunca ha habido tanta estupidez circulando, tantas mentiras, tantas falsedades, tantos vídeos virales que son falsos y tanta manipulación. Basta un tuit y la gente lo retuitea como si fuera el Evangelio. En eso soy pesimista. Creo que las redes que podrían salvar el mundo lo van a hacer peor. No estamos educando a los usuarios. Por ejemplo, de nada vale una democracia en la cual se vota, si quien gana es analfabeto, no tiene criterio, y se deja manipular por el primero que le dice algo a la oreja. Entonces, de nada vale el Internet, la parte buena de la Internet, si el que la maneja es analfabeto”. Agregó el escritor español que “el único dique y baluarte frente a la barbarie, la incultura frente a la manipulación, son los maestros. Tiene que ser una profesión, la mejor pagada del mundo, y a la vez más exigente con la selección”.
Resulta difícil refutar la vigencia de estas reflexiones. Es más, fueron una especie de profecía de lo que luego ocurrió. Sin embargo, al tiempo que permiten tomar nota de la acuciante realidad de las escuelas, dejan abierta la posibilidad de que la escuela vuelva a ser ese faro que iluminó la vida de la Argentina. Porque más allá de rimbombantes anuncios de programas novedosos, de teorías pedagógicas confusas, de reformas continuas y de discursos floreados, quizás sea el aula, ese bello espacio compartido por maestros y estudiantes, el último resquicio de esperanza para un futuro mejor.