Análisis
El crepúsculo del deber
No solo se trata de un personaje político vacacionando ostentosamente como un magnate o como una superestrella del deporte. No hace falta mucha perspicacia para imaginar lo que podría dominar la realidad futura de nuestra Patria.
El escándalo que tiene como protagonista al renunciado ex jefe de Gabinete de la provincia de Buenos Aires, Martín Insaurralde, ha tenido amplia repercusión nacional e, incluso, internacional. Lo que sería un episodio, más o menos extravagante, de la vida privada de un dirigente político se ha transformado en el símbolo de un modo de hacer política en el que la incoherencia entre el decir y el hacer se ha ensanchado hasta niveles que ingresan en el terreno de lo obsceno.
Las imágenes publicadas en los medios de comunicación constituyen, en sí mismas, una clase de semiótica. Son un signo evidente de tiempos en los que buena parte de la dirigencia política asume, hasta con convicción, de que ninguno de sus actos puede ser escrutado por la ciudadanía. Que el “haber llegado” a puestos de conducción del Estado, en cualquiera de sus niveles, habilita para cometer cualquier tropelía.
Allá por los años 90, la frase “pizza con champagne” se repetía asiduamente para retratar una cultura política algo desenfrenada, en la que la ostentación y el lujo teñido de mal gusto se exhibían sin pudor, aun frente a las carencias sociales. El tiempo pasó y ya ni siquiera hay maquillajes. La sensación de impunidad se acrecienta frente a los escándalos que casi a diario ocurren.
Es que no solo se trata de un personaje político vacacionando ostentosamente como un magnate o como una superestrella del deporte. El episodio se suma a las conductas de funcionarios que despilfarran recursos públicos sin importar cuáles serán las consecuencias, a funcionarios que nombran parientes y hasta a especies de “brujos” adivinadores, a dirigentes que ignoran los padecimientos de la sociedad y solo se preocupan por solucionar sus problemas judiciales o de continuar usufructuando las “ventajas” económicas de viejas y nefastas prácticas políticas a través de maniobras de corrupción. Hay un amplio campo en esta materia: desde la sofisticación casi absoluta hasta las prácticas más groseras y burdas.
El título de esta columna es el mismo que el de un libro del filósofo francés Gilles Lipovetsky, quien calificó a esta era como “la del vacío”. Vacío ético en el que las sociedades, afirma en “El crepúsculo del deber”, cultivan dos discursos aparentemente contradictorios: por un lado, el de la revitalización de la moral, por el otro, el del precipicio de la decadencia. “Todos podridos, todos corrompidos: ese juicio poco agradable hacia los hombres políticos está de moda. Lo notable es que no está acompañado por un despertar de la conciencia cívica”, afirma.
Esta última descripción incluye casi una súplica. Este episodio henchido de obscenidad será uno más de una larga lista y pasará al olvido rápidamente si la condena social no se expresa de manera contundente. Si ello ocurre, ya no habrá crepúsculo. No hace falta mucha perspicacia para imaginar la irrupción de una noche profunda y oscura que podría dominar la realidad futura de nuestra Patria.