Estallido chileno
Lo que empezó como una protesta contra el incremento de la tarifa del servicio del subterráneo derivó en un terremoto político y social en Chile. Las imágenes dantescas de los violentos incidentes y saqueos. La muerte se ha hecho presente ya. Y a la sorpresa de algunos se adosa la especulación política egoísta de otros.
El cóctel de vandalismo y destrucción explotó de manera imprevisible
y es difícil encontrar las raíces de semejante estallido. Porque no puede ser
solo el incremento de un boleto de transporte la razón de tan tremendos
episodios. Hay quienes también reniegan de atribuir inicialmente esta situación
dramática a indicadores que colocaban a Chile como una de las economías más
sólidas de la región. Otros, por el contrario, cargan todas las
responsabilidades allí. Y también existen sectores que están visualizando el
accionar violento de grupos radicalizados antisistema, anarquistas o fogoneados
por líderes extranjeros de línea ideológica extrema.
Quizás lo que está aconteciendo en el país trasandino es una suma de todos estos factores. Porque el aumento de tarifas llevó a extremos un descontento social que estaba solapado. Al mismo tiempo, la solidez de la economía chilena parece esconder situaciones de profunda división social y marginación, diferencias significativas en el ingreso per cápita, por ejemplo, que siempre son negativas. La injusta distribución de la renta -un mal endémico en América latina que se pretendió siempre resolver mediante supuestas revoluciones que nada cambiaron- asoma como un elemento clave. Y, por lo mismo, la salida del caparazón de determinados grupos antisistema, tal como hoy sucede en los principales países del mundo.
A este panorama complicado se sumó la confusión de la clase dirigente chilena. Cada sector buscó atraer agua a su molino. El gobierno tomó la situación como un hecho de inseguridad y adoptó las medidas más extremas de control, las que no dieron -al menos en los primeros días- resultados positivos. El Parlamento se sumió en discusiones estériles y recién luego de varias jornadas consiguieron acordarse algunas pautas de acción. Para peor, el presidente de Chile afirmó que "estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie y que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite, que está dispuesto a quemar nuestros hospitales, el metro, los supermercados, con el único propósito de producir el mayor daño posible". El problema es que solo se refirió a las acciones de este enemigo, pero no lo identificó, sembrando entonces mayor confusión.
En verdad, los acontecimientos de Chile, como los de Ecuador, o los ocurridos en otras partes del mundo, incluso en países centrales como Francia, se presentan como un desafío notable para la élite política. Porque las razones de estos estallidos pueden todavía no estar claras. Porque hasta puede existir ese enemigo que el primer mandatario chileno no identificó. Pero hay un elemento que puede encontrarse en la base de este tipo de lamentables episodios: un malestar social acumulado durante largo tiempo, producto de múltiples causas, que obligan a un replanteo general de la acción política si se pretende que los verdaderos enemigos terminen derrotando a las instituciones democráticas.