Crisis política en Honduras
Luego de las últimas elecciones presidenciales, cuya incertidumbre para conocer al ganador se prolongó durante ocho días y en medio de denuncias de fraude, se han agravado los hechos de violencia y saqueos en las calles. Nuestra editorial de hoy.
Si bien no tiene gran repercusión en la prensa internacional, la democracia de Honduras está viviendo por estos días una situación decisiva. La crisis política desatada luego de las últimas elecciones presidenciales, se ha agravado con hechos de violencia y saqueos en las calles. De acuerdo a los últimos recuentos, el presidente actual, Juan Hernández, se impuso con el 42,98 % por sobre su rival, el presentador de televisión Salvador Nasralla, que obtuvo el 41,39 % de los sufragios.
La incertidumbre durante ocho días sobre el resultado final ha vuelto a colocar a Honduras en medio de otra circunstancia política agitada, en un país en el que este tipo de acontecimientos se han venido produciendo a lo largo de los años, síntoma de la debilidad de sus instituciones democráticas y de las penurias de una población que está entre las más pobres de América latina. La dirigencia de ese país no ha encontrado soluciones para esta cuestión central y las características especiales de las disputas por el poder son muestra cabal de su ineficiencia. De acuerdo a los últimos recuentos, el oficialismo de centro derecha superó por más de 50 mil votos a sus adversarios de izquierda.
Ya no es posible modificar estos guarismos, lo que dio paso a denuncias de fraude escandaloso por parte de la alianza opositora. Lo cierto es que cualquier cosa pudo haber ocurrido con el escrutinio. Los primeros datos daban una ventaja apreciable para los opositores, pero el tribunal electoral dejó de actualizar el conteo durante 36 horas y cuando se reanudó, los números fueron mucho más ajustados y pasaron a ser favorables al candidato a la reelección. Ante las nuevas cifras, Nasralla dijo que su victoria había sido robada y exhortó a sus simpatizantes de salir a las calles a manifestarse. “Ya hemos ganado la elección”, aseguró el candidato en una entrevista televisiva el pasado martes. “No toleraré esto”. Sus declaraciones fueron el disparador de una serie de manifestaciones en las principales ciudades del país, que en su mayoría terminaron con hechos de violencia, saqueos y represión policial. El clima político, por ende, se enrareció y las denuncias cruzadas están hoy a la orden del día.
Se trata, en definitiva, de un episodio más de violencia enmarcada en una cultura política que ha sido propia de la mayoría de los países latinoamericanos a lo largo de la historia. La corrupción, los posibles fraudes electorales, las convocatorias a desoír los resultados electorales, el llamado a la resistencia y la violencia entre facciones fueron elementos que se han repetido en naciones de todo el continente durante décadas. Por eso no puede sorprender que Honduras viva otra crisis política. El problema es que su sufrido pueblo continúa padeciendo las consecuencias de las disputas dirigenciales que sólo tienen al poder como objetivo, más allá de las palabras que afirman defender los intereses de la ciudadanía.
La incertidumbre durante ocho días sobre el resultado final ha vuelto a colocar a Honduras en medio de otra circunstancia política agitada, en un país en el que este tipo de acontecimientos se han venido produciendo a lo largo de los años, síntoma de la debilidad de sus instituciones democráticas y de las penurias de una población que está entre las más pobres de América latina. La dirigencia de ese país no ha encontrado soluciones para esta cuestión central y las características especiales de las disputas por el poder son muestra cabal de su ineficiencia. De acuerdo a los últimos recuentos, el oficialismo de centro derecha superó por más de 50 mil votos a sus adversarios de izquierda.
Ya no es posible modificar estos guarismos, lo que dio paso a denuncias de fraude escandaloso por parte de la alianza opositora. Lo cierto es que cualquier cosa pudo haber ocurrido con el escrutinio. Los primeros datos daban una ventaja apreciable para los opositores, pero el tribunal electoral dejó de actualizar el conteo durante 36 horas y cuando se reanudó, los números fueron mucho más ajustados y pasaron a ser favorables al candidato a la reelección. Ante las nuevas cifras, Nasralla dijo que su victoria había sido robada y exhortó a sus simpatizantes de salir a las calles a manifestarse. “Ya hemos ganado la elección”, aseguró el candidato en una entrevista televisiva el pasado martes. “No toleraré esto”. Sus declaraciones fueron el disparador de una serie de manifestaciones en las principales ciudades del país, que en su mayoría terminaron con hechos de violencia, saqueos y represión policial. El clima político, por ende, se enrareció y las denuncias cruzadas están hoy a la orden del día.
Se trata, en definitiva, de un episodio más de violencia enmarcada en una cultura política que ha sido propia de la mayoría de los países latinoamericanos a lo largo de la historia. La corrupción, los posibles fraudes electorales, las convocatorias a desoír los resultados electorales, el llamado a la resistencia y la violencia entre facciones fueron elementos que se han repetido en naciones de todo el continente durante décadas. Por eso no puede sorprender que Honduras viva otra crisis política. El problema es que su sufrido pueblo continúa padeciendo las consecuencias de las disputas dirigenciales que sólo tienen al poder como objetivo, más allá de las palabras que afirman defender los intereses de la ciudadanía.