Un día en la vida: Cuando fusilaron a Dios
En la Rusia post imperial, el Comisario de Instrucción Pública decide elevar un juicio, nada más y nada menos que contra Dios. Este mismo hombre decidirá la suerte del Todopoderoso al cual responde a imagen y semejanza. La defensa hará lo posible por salvarlo, alegando demencia.
Manuel Montali / LVSJ
"Grave demencia y desarreglos psíquicos". El abogado de Dios alegaba ante el tribunal, buscando su absolución. Los zares, que podrían haberlo defendido mejor, ya habían caído en Rusia. Y Anatoli Lunacharski se desempeñaba como Comisario de Instrucción Pública desde la Revolución de Octubre de 1917.
Hombre de confianza de Vladimir Lenin, perseguía una transformación radical de la educación de la población. Entre los temas a quemar bajo la lupa del revisionismo aparecían, urgentes, el capitalismo y la religión. Y el papel de Dios en la historia de la humanidad. El Supremo, visto desde cierto ángulo, podía llegar a ser acusado de padre desaprensivo. Anatoli lo asumió como cruzada personal. No era, por cierto, la oveja más popular del rebaño comandado en la Tierra por el Papa Benedicto XV. Se había cargado ya un par de monasterios, estatuas y pastores. Como Friedrich Nietzsche, filosofaba a martillazos contra los íconos católicos.
Y así, a comienzos de 1918, logró impulsar un "Juicio del Estado Soviético contra Dios". Lunacharski, que también era un artista y entendía bastante de dramaturgia y del papel del arte en las revoluciones, fue el presidente del tribunal popular que juzgaría al Todopoderoso por "crímenes contra la Humanidad" y "genocidio".
El día del juicio, sin embargo, ocurrió un serio problema. Dios no había recibido la correspondiente notificación o bien se rehusaba a materializarse a imagen y semejanza de sus acusadores para sentarse en el banquillo. El tema se resolvió poniendo una Biblia en su lugar. Ahí, entre sus páginas, no estaba todo, pero sí bastante: plagas, diluvios, lluvias de fuego, torre de Babel...
El proceso duró unas cinco horas. Numerosos ciudadanos fueron a presenciar el acontecimiento histórico. Rusia era el mundo, era todas las personas desde Adán y Eva. Y se animaba a lanzar la primera piedra contra su Creador. Para Anatoli, esa era la única manera de tapar al cielo con tierra.
Los fiscales comenzaron a enumerar algunos de los muchos delitos atribuidos a Dios, comenzando por su desidia y abandono desde la comodidad del séptimo día, sin libre albedrío que sirviera de excusa. Los defensores hicieron lo posible, apelaron a todas las artimañas legales para mitigar una condena que parecía irremediable.
Lunacharski escuchó las dos campanas. Confirmó que no haría lugar al pedido de absolución, en función de la gravedad de los delitos juzgados. Y dio a conocer su veredicto: el Todopoderoso, que todo lo hubiera podido, especialmente evitar los delitos por los cuales se lo juzgaba, era sin dudas culpable. No habría instancia de apelación. La condena era a muerte.
A la mañana siguiente, 17 de enero de 1918, a las 6.30, un pelotón de fusilamiento salió a ponerle la cara al frío, al viento, al cielo y a Dios Padre. El condenado no formuló sus últimas palabras. Los verdugos apuntaron hacia el cielo. Esperaron la orden y dispararon cinco ráfagas de ametralladoras que perforaron las nubes para siempre.
Dios murió, al menos para Lunacharski, al menos como metáfora. El comisario dejó su cargo en 1929 y vivió unos años más (falleció en 1933), los años justos y necesarios para manifestar algún que otro arrepentimiento por las armas que había empleado en su lucha contra la religión. Pero no sentía que debía ninguna muerte. Para él, Dios no había sido fusilado. Para él, Dios ni siquiera existía.
De cualquier manera, la Biblia que pusieron en el Tribunal en 1918, guardaba la promesa de que ambos se reencontrarían en la situación exactamente opuesta: el Todopoderoso como juez, Anatoli en el banquillo. Ese fallo, si existió, lamentablemente no podemos conocerlo.