Trilogía "Before": La París de Céline o, esto es el amor
A mediados de los '90 el director estadounidense Richard Linklater largaba Antes del Amanecer, primera entrega de la saga "Before", que a la fecha completan las secuelas Antes del Atardecer (2004) y Antes de la Medianoche (2013). En el marco del Día de los Enamorados (o San Valentín), recomendamos esta trilogía para suspirar, ilusionarse, reír, sufrir, llorar o pensar. Soñando con nuevos episodios de esta pareja que ya es patrimonio de la humanidad cinéfila.
"Antes del atardecer", la segunda película de la Trilogía Before explica trasciende a París ciudad eterna de los enamorados. Y como los diálogos entre dos personas so capaces de explicar cosas tan intangibles como la belleza y el amor.
9 años después. París. Jesse y Céline ya nos son unos veinteañeros enamorados. Pasan los treinta. Esa promesa sellada en Viena en "Antes del amanecer", el primer capitulo de la trilogía de Richard Linklater, nunca se cumplió. No hubo seis meses después, no hubo un reencuentro en Viena.
La belleza de esa primera historia, de ese amor tan fugaz como intenso, tan de ensueño, tan cotidiano, tan adolescente (¿cuándo ese primer impacto, ese primer momento de una relación no lo es?), tan anhelado cada vez que nos subimos a un colectivo y en la parada que sigue sube una muchacha sin embargo sigue ahí, a la orilla del Sena.
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La vida del estadounidense y de la francesa de Viena, que sellaron acaso una de las historias de amor más trascendentales de la cinematografía mundial han cambiado. Ella casada con un reportero de guerra descree de las estructuras de pareja ordinaria, del amor habitual y de la realidad en la que vive también. Él es padre de una hija, ha escrito un libro sobre una historia de un muchacho que se enamora de una chica en un día en Viena y se ha vuelto bestseller y ahora debe presentar esa historia en París. El también descree, esta hastiado. Los treinta en rugosidad de la cara, en la aspereza de los comentarios.
Desde lo cinematográfico, las locaciones son al igual que en la primera entrega y valga la redundancia, cinematográficas. No hay París de folletos, hay un Paris que permite que la historia se centre en el dialogo, en los gestos, en lo mínimo que hace que entre Hawke y Delpy haya otro París, un París de ellos, el de sus diálogo perfectos, de sus relatos tan palpables, de sus reciprocidad tan inmensa plagada de gestos pequeños, miradas pequeñas, risas cómplices y honestas.
Son 80 minutos. Tienen 80 minutos antes de que el sol se caiga por el oeste. ¿Puede ese amor tan maravilloso que se gesto aquella primera vez en Viena consolidarse, sentirse en esos 80 minutos? Claro, hubo nueve años en el medio, hubo una promesa que nunca fue real y que los embelesó durante nueve años a pesar de todo el resto de sus vidas. El amor esta ahí, entre ellos dos, no importa París, no importa más nada que ellos dos y los felices que son charlando, aun cuando no emiten palabra.
Céline prepara té en la cocina de su casa. Jesse toma un disco de Nina Simone y lo pone. Los primeros acordes de "Just in Time" grabado en vivo suena en el fondo y se apodera de la escena. Entonces Céline empieza a hablar de Nina Simone. Mientras, sirve té. Imita a Simone. Lo que la cantante hacía en sus shows, se ríe y canta.
Céline es Nina, Jesse es cualquiera de nosotros, tirado en un sillón aturdido en es mujer que nos gusta cuando habla, que nos da risa cuando habla, que nos hipnotiza cuando camina, cuando juega, cuando sirve té. Céline imitando a Nina dice "Baby you are gonna miss that filght" (Bebé vas a perder ese vuelo). Jesse sonríe y dice "I know" (Ya sé). Y entonces pasa.
Entendes que los enamora, que los mantiene tan juntos y maravillados a pesar de los espacios temporales y geográficos, porque ellos dos, ellos dos charlando en donde sea, son ellos dos charlando en un living, mientras toman té y escuchan Nina Simone.
Ahí es cuando todo lo que los gasta de los treinta se pierde en la fuerza del enamoramiento de los 20, arriba de un tren con rumbo a Viena, donde solo el amanecer los separa.
Ahí cuando lo único que habla es el brillo de los ojos, las comisuras de risa y esa necesidad tácita de verse todo el tiempo, aunque sepan que aquella Viena, que este París perderían su color si se vieran todo el día.