Necroturismo: un viaje hacia la tumba de Stevenson
Marcel Schwob, erudito francés, lector empedernido, sueña con "La isla del tesoro", con vivir su propia aventura, e inicia un viaje hacia Samoa. Va hacia la tumba de Robert L. Stevenson, dejando pedazos de su propia vida en un viaje fantasmagórico.
Por Manuel Montali | LVSJ
Empezamos a morirnos en otras muertes, las de los grandes magos y chamanes de la juventud. Lo dijo Julio Cortázar, mucho después de que Marcel Schwob se empezara a morir en 1894 con el deceso de Robert L. Stevenson, el autor de su libro fetiche: "La isla del tesoro".
Schwob había nacido el 23 de agosto de 1867 en Chaville, Francia. Fue un niño culto, formado por profesores alemanes e ingleses. Tremendo lector, de Julio Verne (con quien su padre había coescrito una obra), de Edgar A. Poe, de François Villon. Era un ratón de biblioteca, un erudito (formado en filosofía, paleografía, historia medieval, lingüística, jergas...) que hacía migas con los intelectuales del momento, entre ellos Stevenson, con el que intercambió cartas.
La muerte del padre de Jekyll y Mr. Hyde en Samoa fue su llamado a la aventura que tantas veces había leído y soñado.
Él, Schwob, se moría ya desde los 25 años, cuando había superado con dificultad una operación que lo dejé endeble para todo el resto de su viaje. Lo único que no adelgazaba en él era la ebullición de su cabeza.
En octubre de 1901 se hizo a la mar en Marsella para buscar su isla del tesoro. Desde el barco, desde su propia "Hispaniola", fue dejando testimonio de su periplo en cartas a su esposa Margarita.
Las descripciones son esquizofrénicas, pasa del balanceo infernal que lo marea y tumba platos de cena, del tiempo espantoso, del ayudante chino que se acuesta en su litera, de pasajeros odiosos y repelentes, a visiones de ensueño en donde los acantilados parecen de basalto y granito al sumergirse en el mar de zafiro.
Es lo que hoy se llama "necroturismo", un viaje febril hacia la muerte, hacia el corazón de las tinieblas.
Schwob atraviesa el Mediterráneo, el Mar Rojo, el Golfo de Adén y desemboca en el Océano Índico. Baja a tierra y ve a Buda en Sri Lanka. En medio de un calor espantoso, recorre templos hindúes, budistas, jainistas, los naturales de Ceilán, los cingaleses, los musulmanes... "He visto tantas cosas que tengo la cabeza embrollada", escribe. Y agrega: "No veo un solo árbol, ni una flor, ni un fruto, ni un animal, que no parezcan llegados de otro planeta".
Vuelve a embarcarse hacia Sídney. Atraviesa desfalleciendo el Océano Austral. Pasa Australia, Fiyi y llega a Samoa con las piernas flojas, justo cuando el calendario se da vuelta y marca 1902.
La primera impresión es desalentadora: una línea de casitas bajas de madera sostenidas por pilones. "No hay nada de nada", dice, y hace una lista: "Aventureros alemanes, americanos y escoceses de medio pelo y mujeres de Samoa, hermanos maristas, barbudos, sucios y estúpidos -y los samoanos-".
Pero asegura: "Si no tuviese lo que tengo, viviría con ellos. Sus casas están abiertas y la vida es común".
Su nombre samoano es Masels. Lo invitan a ceremonias y cuenta historias hasta la madrugada. Sin un céntimo, cae rendido por el clima, los mosquitos y las moscas. Pesca una neumonía, con fiebres superiores a 40 grados.
Suplica que lo lleven en andas de regreso al barco. El viaje se ha terminado. No visita la tumba de Stevenson. Regresa por donde ha venido, en completa miseria física. El viaje se vuelve fantasmagórico. Se reserva hermosas descripciones mientras lo visitan ratas y cucarachas... Y se siente mejor a medida que se acerca el Mediterráneo y a su amada Marga, en la segunda mitad de marzo.
El lector empedernido que soñaba su propia aventura, vuelve decidido a no salir nunca más. No emprende ninguno de los proyectos literarios que ideó a partir de ese viaje. Sus últimos días los dedica principalmente a la actividad periodística, en gran parte a criticar y mofarse de los artistas contemporáneos, y a brindar conferencias. Después de una década de consumirse lentamente, muere en 1905 a los 37 años.
No termina de darse cuenta de que con su epistolario le ha dado forma a una obra magnífica, a una aventura mucho más vívida que la de Jim Hawkins, John Silver y los demás piratas de "La isla del tesoro".
Deja para la posteridad una frase que puede servir de título tentativo: "Todas las historias sobre la belleza de Samoa son mentiras".