La guerra de canciones que terminó en masacre en Hollywood
A "Macca", construir un disco bisagra, lo inquietó. Desde hacía un buen tiempo había dejado atrás las canciones inocentes y juveniles en esa búsqueda de sonidos y visiones, él y los Beatles querían ir todavía más a fondo, y eso se plasmaría en el "Álbum blanco".
Por Manuel Montali | LVSJ
Paul McCartney, el original (si le damos pie a la leyenda), estaba en Escocia, por ahí en 1967, leyendo un artículo de la revista Melody Maker. Leía una entrevista a Pete Townshend, compositor y guitarrista de The Who, banda británica que competía cabeza a cabeza junto a Beatles, Rolling Stones y Led Zeppelin en un duelo de titanes por el liderazgo del rock mundial. Pete hablaba de la grabación de "The Who sell out", diciendo que, por su potencia y originalidad, iba a revolucionar el género.
A "Macca", eso de un disco de corte, un disco bisagra, lo inquietó. Desde hacía un buen tiempo había dejado atrás las canciones inocentes y juveniles en esa búsqueda de sonidos y visiones que se habían plasmado en los ya revolucionarios Rubber Soul (1965), Revolver (1966), Sgt. Pepper's y Magical Mystery Tour (ambos de 1967). Pero él y los Beatles querían ir todavía más a fondo, y eso se plasmaría en el disco siguiente, el conocido como "Álbum blanco".
Lo que más lo molestó, igualmente, fue el tema de la potencia. Paul sintió que le sonaba el teléfono: para el autor de "Yesterday", que lo corrieran por el lado del rock pesado, era una mojada de oreja.
Entonces, fue a encontrarse con sus compañeros y les propuso que grabaran la pista más ruidosa de sus vidas. Las propuestas de Paul, en estudio, raras veces no se concretaban. Compuso una pieza y los Beatles acometieron una furiosa grabación de casi media hora. La aguja del nivel de señal del vúmetro estuvo siempre enterrada en el rojo. Distorsión, eco, aullidos... John, que era malo con el saxofón, metió hasta un dúo con Mal Evans, que era malo en la trompeta. Y siguieron, toma a toma.
Al bueno de Ringo le rondaban alrededor como el profesor de la película "Whiplash" para que tocara más rápido y más fuerte, como si la vida se le fuera en reventar parches y contar todo lo que se contaría de los Beatles hasta el fin de los días, a lo "Tambor de hojalata". Al fin, el baterista rugió que tenía ampollas en las manos y mandó a volar las baquetas. Ese fue el final perfecto para lo que se titularía "Helter Skelter".
Una vez lanzado el disco, la canción no solo se hizo célebre por su potencia, sino por servir de epígrafe a crímenes ocurridos un año después, en 1969. Un músico del underground estadounidense, un tal Charles Manson, líder de un culto de perturbados, inició una serie de homicidios, de esos que suceden de tanto en tanto bajo invocaciones apocalípticas o satánicas. Él y sus acólitos mataron al menos a ocho personas, incluyendo a la actriz Sharon Tate, pareja del director Roman Polanski, que estaba a punto de dar a luz, y a cuatro personas más en su residencia de Beverly Hills, hecho que puso patas arriba a Hollywood (estrellas que bajo la paranoia generalizada se empezaban a mirar de reojo, y mudanzas varias incluidas).
Como leyenda de los dos asesinatos cometidos al día siguiente, los del matrimonio Leno y Rosemary LaBianca, los seguidores de Manson dejaron escrita con sangre -en la puerta de la heladera de las víctimas- la frase "Helter Skelter".
En inglés se conoce con este nombre a una especie de tobogán. Para McCartney representaba una buena imagen del descontrol de su canción. Pero como cada oyente es dueño de su propia interpretación, para Manson, esta canción (y todo el Álbum Blanco de los Beatles) era un evangelio que advertía de una guerra racial inminente. Los "Cuatro fantásticos" eran los jinetes del Apocalipsis. Y Charles lideraba la familia de elegidos que sobrevivirían matando millonarios a cuchilladas para redimir o culpar a la población afroamericana... Algo por el estilo: la lógica de Manson era la de alguien que se golpeó la cabeza al tirarse al revés por el tobogán.
Y todo porque "Macca" quiso superar a los Who con un rockandroll duro y parejo.
Pero no se puede señalar a los muchachos de Liverpool de tener mayor culpa que la de haber jugado con el "nonsense" o de alguna humorada como la de ser "más grandes" que Jesucristo, y de haber sido lo suficientemente famosos como para llegar a los oídos tan sensibles de gente como Manson o Mark Chapman después. En esta columna ya hemos citado el caso de un personaje que se presentó cierta vez ante John Lennon a preguntarle por qué hablaba de él en sus canciones... Y de hecho, Manson, en su rol de neo-Jesús, se parece mucho más al "Tommy" de los Who que a cualquier producto de los "Fab Four".
En tren de confesiones, el disco de los Who que generó el alarde de Townshend y despertó la competencia en Paul, ni es tan potente, ni tan original como trabajos futuros de la banda (por empezar, el citado "Tommy", y también "Quadrophenia").
Y es curioso que esta "competencia" Beatles-Who guarda un capítulo que la borra con el codo. Sucede a menudo que, detrás de la competencia comercial, no hay ni tal competencia ni mucho menos bronca. Así como se rumorean fiestas legendarias entre jugadores de equipos enfrentados a muerte, pongamos por caso el San Lorenzo-Huracán de los años sesenta, lo mismo suele suceder en la música.
En la segunda mitad de los años noventa, los Who, que se habían separado poco después de la muerte de su baterista Keith Moon (1978), se reunieron para volver a salir de gira. ¿A quién buscaron para los tambores? A un tal Zak Starkey, hijo de un amigo baterista, fanático de Moon (de quien recibio su primer set de batería), heredero de esta pasión y de tocar hasta ampollarse los dedos. Sí, al hijo de Ringo Starr.