La ética de las palabras
Las palabras de la diputada Elisa Carrió sobre el extinto gobernador José Manuel de la Sota, merecieron el repudio casi generalizado. La contradicción entre la imagen que se pretende dar a la ciudadanía y las frases que se pronuncian en los actos públicos es tan marcada como preocupante. Sin el ejercicio pleno de una ética de las palabras, el lodo seguirá siendo el escenario de la discusión pública en nuestro país.
La campaña
electoral en la que este año estamos inmersos casi de manera permanente los
argentinos abre paso a numerosas circunstancias que marcan la agenda pública.
En algunos casos, el revuelo por alguna declaración toma consistencia propia y
se transforma en eje del debate. En otros, los exabruptos más descabellados y
agresivos caen como arma filosa sobre la ciudadanía agigantando el deterioro de
la ya derruida imagen de la actividad política y sosteniendo la enorme grieta
que divide a nuestra sociedad.
Las palabras de la diputada Elisa Carrió sobre el extinto gobernador José Manuel de la Sota, pronunciadas en el marco de una gira de apoyo al candidato de Cambiemos en Córdoba, merecieron el repudio casi generalizado. Lógico es que así sea, puesto que remiten a los fondos más bajos no ya de la política, sino de la condición humana que debe privilegiar el trato respetuoso aun cuando las diferencias sean sustanciales. Otros personajes de la vida política argentina también lanzan al viento, como Carrió, expresiones altisonantes, agraviantes e insultantes. Hebe de Bonafini y Aníbal Fernández son otros ejemplos de esta utilización nefasta del lenguaje en el ámbito de la discusión de las ideas.
En la antigua Grecia existía la idea de que las mayores responsabilidades en la conducción de una sociedad debían corresponder a los más virtuosos. Desde entonces, el discurso se repite sin cesar: los mejores son quienes deben ser atraídos al debate de los asuntos públicos y a la lucha por el poder. En la Argentina sobran demostraciones de que esta intención se ha vaciado de contenido. El hombre mediocre, aquel de Ingenieros, también ha copado la vida política porque muchos dirigentes adquirieron el hábito de haber renunciado a pensar, lo que se manifiesta en la escasez cada vez más evidente de filtros en las expresiones públicas.
El uso adecuado del lenguaje supone la intención de que las palabras aporten a las relaciones humanas y a la armonía social. La intolerancia de determinados personajes o grupos políticos va en el camino contrario. Y una de las ocho reglas éticas del lenguaje, formuladas por el filósofo francés Michel Lacroix remite a este punto: la palabra debe ser tolerante. La exposición de los puntos de vista no puede violentar a los demás.
La contradicción entre la imagen que se pretende dar a la ciudadanía y las frases que se pronuncian en los actos públicos es tan marcada como preocupante. Suena a frase hueca en este tiempo pero es necesario revertir esta sensación: la virtud en la política debe expresarse con mucha mayor fuerza que en otros ámbitos sociales. Y la forma de expresión más humana es el lenguaje. Sin el ejercicio pleno de una ética de las palabras, el lodo seguirá siendo el escenario de la discusión pública en nuestro país.