La curiosidad mató a Pandora
Esta es la primera recomendación de "Nuestro cine", un ciclo en donde te presentamos y te acercamos diferentes series, peliculas, cortometrajes y documentales cordobeses. Audiovisual cordobés, hecho acá, con historias de acá, bien nuestras. En esta primera entrega: Primero Enero (2016), la opera prima de Darío Mascambroni.
Por Manuel Montali | LVSJ
Un niño habla. Su padre maneja el auto a los saltos por un típico camino de las sierras cordobesas. El auto está en venta. "Está medio medio", acota el chico.
Y charlan de mitos. Mitología con tonada. Hablan de la caja de Pandora. De la curiosidad que la llevó a liberar todos los males de este mundo.
Así comienza "Primero enero", la ópera prima de Darío Mascambroni.
Es una película cerrada en dos personajes, lenta y silenciosa, con ese ritmo amodorrado del costumbrismo argentino. Es de esas historias en donde lo importante no sucede ahí, en la superficie, en las charlas, sino en las profundidades. Quizá por eso una de sus mejores escenas se da cuando padre e hijo juegan a hacerse señas bajo el agua. Son las pequeñas señas las que construyen esta narración de un padre que lleva a su hijo a despedir una casa familiar que se vende en las Sierras. Pequeñas señas como las recurrentes alusiones a una madre que no está allí. El padre incluso lleva el anillo de casado. La separación, latente, casi no se menciona, y por eso está tan presente.
Padre e hijo se programan una serie de actividades para ese tiempo de convivencia. Es casi un ritual de iniciación para el pequeño: largas caminatas, nadar, pescar, cavar, jugar al truco... Asisten a la carneada de un cordero que el chico luego se niega a comer, como se niega a talar un árbol y cambia esa misión por plantar otro. Porque el joven va viviendo su propio viaje interior (como Ulises, que también aparece referenciado), tomando sus propios caminos. El padre lo descubre mirando de reojo a una chica, así que también aparece esta conversación "obligada". Ambos están allí para desarmar una casa, pero quizá de lo que se trata todo es de ser padre, de ser hijo, y de crecer.
-¿Por qué seguís? -le pregunta el hijo al padre en una caminata, en la que ambos están cansados.
-Porque es importante. Tengo que hacerlo -dice él.
Seguir a pesar de todo. Seguir como Ulises frente a los cantos de las sirenas.
La fotografía de este filme es tan hermosa como puede serlo un paisaje serrano, con sus buenos ríos escondidos del hormiguero de turistas, con sus pastizales y montañas. Por allí se cuela una imagen fantástica de una tormenta, tan fantástica como los pequeños planos domésticos de objetos que se pueden encontrar en toda casa usada por diversas generaciones familiares. Tan fantástica como la inocencia de un niño que juega con una linterna en la oscuridad y que le pide a su padre que vuelva a juntarse con la madre.
La película, de no mucho más de una hora de duración, es circular. Al comienzo y al final hay una casa vacía. Un tango. Y un auto que va y viene sobre un camino serrano...Un auto en venta. Un auto "medio medio". Y un padre y un hijo que sienten una ausencia. No necesita mostrarse demasiado más, porque lo esencial no está allí, a la vista, sino debajo de las superficies, de las luces y de las palabras.
La historia conmueve por su sencillez, por su intimismo, por su humanidad. De hecho, los protagonistas son padre e hijo también en la vida real, lo que resulta un acierto en cuanto a la naturalidad de sus diálogos.
Nostalgia, tristeza, duelos... Todo está allí, en esa caja que Pandora, una Pandora con tonada, abrió por curiosidad. Al fondo, bien al fondo, tal vez queda un lugar para la esperanza, porque se sabe que es lo último que se pierde.