En el nombre del padre: la canción que nació en un hospicio
En el nombre del padre: la canción que nació en un hospicio
Un músico, antes de volverse estrella de
rock, va a visitar a su padre, un médico que está internado en un hospicio. En
el jardín, mirando el sol junto a él, va conectando imágenes y poesías que le
permitan sobrevolar el abismo.
Un músico, antes de volverse estrella de
rock, va a visitar a su padre, un médico que está internado en un hospicio. En
el jardín, mirando el sol junto a él, va conectando imágenes y poesías que le
permitan sobrevolar el abismo.
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Ilustración: Aylén Molar / LA VOZ DE SAN JUSTO
Por Manuel Montali | LVSJ
El muchacho, el hijo, Andrés, era cantante
de una banda de rock, a principios de los noventa. Soñaban con ser leyenda como
los Rolling Stones. Tenían ya su primer disco en la calle, de a poco comenzaban
a sonar y estaban reuniendo material para su segundo álbum.
El hombre, el padre, había sido
endocrinólogo. Pero no pasaba un buen momento. Una depresión, en parte por la
convivencia de su profesión con el dolor y la muerte, lo había llevado a ser
internado de urgencia en un hospicio bonaerense. Automedicación y mezcla de
pastillas completaban un cuadro difícil. Este hombre se sentía en un callejón
sin salida. No había hecho fortuna para dedicarse a otra cosa, como regentar un
kiosco o un videoclub. Más tarde su hijo cantaría sobre los doctores crotos,
indemnizados a porotos en tiempos de privatizaciones, pero en ese entonces
sufría después de haberlo visto chocar varias veces por y contra su profesión.
De ahí, quizá, que ya venía lagrimeando con un estribillo, unas líneas
solitarias que se le habían ocurrido en la cocina de su casa: "Muy despacito,
sobre el abismo, volaré".
Andrés fue a visitar a su padre. Se
sentaron juntos en el jardín. Era un lindo día. En ese lugar, con ese paisaje
verde de un infierno demasiado pacífico, se le ocurrió el comienzo de la letra
que conectaba con su estribillo: "Jardines de calma feroz. Un sol de infinita
paciencia".
El entorno paradójicamente idílico, la
gracia triste de los locos cantando canciones, armando rondas, divirtiéndose
con enfermeras que imitaban a estrellas de rock... todas las piezas fueron acomodándose
dentro de la poesía.
En un momento, el padre le pide al hijo
dejar los jardines y volver adentro del hospital.
Ahí se encontraron con un joven, también
internado en el hospicio, que se había vuelto casi un amigo para el padre. Se
presentó ante el cantante. Le dijo que lo conocía, que escuchaba su banda, que
le gustaba su música. Le hizo un pedido:
-Andrés, vení, por favor. Acompañame un
poquito.
No quería un autógrafo ni una foto. Solo
darle la mano.
Andrés se fue de ahí con la obra prácticamente
cerrada. "Muy despacito": una canción suave, de pocos acordes, pero con el
impacto de las cosas bellas y simples, incluso para quien no conoce su
trasfondo.
El disco, el que incluyó esta canción, se
tituló como un lamento: "Ay Ay Ay". Y fue el comienzo de la popularidad para
Andrés Ciro Martínez, el cantante, y su banda, "Los Piojos". Al poco tiempo, el
padre de Andrés falleció. No llegó a ver el conjunto de su hijo volverse un
suceso ya con el tercer disco, lleno de himnos, como "El farolito", la futbolera
"Maradó" y "Verano del '92". No llegó a verlos compartir escenario con los
Rolling Stones. Sin embargo, para Andrés, para los fans, esa canción dedicada
al padre sigue siendo una de las más aclamadas. Esa y otra que queda casi
desapercibida en el tercer disco. Allí, a propósito de otra historia, él invoca
el nombre de su madre y de su hermana, y recordando nuevamente a su padre,
volando despacito sobre el abismo, les dice: "Dale, Dolores, no llores. Dale.
Todo pasa".
Por Manuel Montali | LVSJ
El muchacho, el hijo, Andrés, era cantante
de una banda de rock, a principios de los noventa. Soñaban con ser leyenda como
los Rolling Stones. Tenían ya su primer disco en la calle, de a poco comenzaban
a sonar y estaban reuniendo material para su segundo álbum.
El hombre, el padre, había sido
endocrinólogo. Pero no pasaba un buen momento. Una depresión, en parte por la
convivencia de su profesión con el dolor y la muerte, lo había llevado a ser
internado de urgencia en un hospicio bonaerense. Automedicación y mezcla de
pastillas completaban un cuadro difícil. Este hombre se sentía en un callejón
sin salida. No había hecho fortuna para dedicarse a otra cosa, como regentar un
kiosco o un videoclub. Más tarde su hijo cantaría sobre los doctores crotos,
indemnizados a porotos en tiempos de privatizaciones, pero en ese entonces
sufría después de haberlo visto chocar varias veces por y contra su profesión.
De ahí, quizá, que ya venía lagrimeando con un estribillo, unas líneas
solitarias que se le habían ocurrido en la cocina de su casa: "Muy despacito,
sobre el abismo, volaré".
Andrés fue a visitar a su padre. Se
sentaron juntos en el jardín. Era un lindo día. En ese lugar, con ese paisaje
verde de un infierno demasiado pacífico, se le ocurrió el comienzo de la letra
que conectaba con su estribillo: "Jardines de calma feroz. Un sol de infinita
paciencia".
El entorno paradójicamente idílico, la
gracia triste de los locos cantando canciones, armando rondas, divirtiéndose
con enfermeras que imitaban a estrellas de rock... todas las piezas fueron acomodándose
dentro de la poesía.
En un momento, el padre le pide al hijo
dejar los jardines y volver adentro del hospital.
Ahí se encontraron con un joven, también
internado en el hospicio, que se había vuelto casi un amigo para el padre. Se
presentó ante el cantante. Le dijo que lo conocía, que escuchaba su banda, que
le gustaba su música. Le hizo un pedido:
-Andrés, vení, por favor. Acompañame un
poquito.
No quería un autógrafo ni una foto. Solo
darle la mano.
Andrés se fue de ahí con la obra prácticamente
cerrada. "Muy despacito": una canción suave, de pocos acordes, pero con el
impacto de las cosas bellas y simples, incluso para quien no conoce su
trasfondo.
El disco, el que incluyó esta canción, se
tituló como un lamento: "Ay Ay Ay". Y fue el comienzo de la popularidad para
Andrés Ciro Martínez, el cantante, y su banda, "Los Piojos". Al poco tiempo, el
padre de Andrés falleció. No llegó a ver el conjunto de su hijo volverse un
suceso ya con el tercer disco, lleno de himnos, como "El farolito", la futbolera
"Maradó" y "Verano del '92". No llegó a verlos compartir escenario con los
Rolling Stones. Sin embargo, para Andrés, para los fans, esa canción dedicada
al padre sigue siendo una de las más aclamadas. Esa y otra que queda casi
desapercibida en el tercer disco. Allí, a propósito de otra historia, él invoca
el nombre de su madre y de su hermana, y recordando nuevamente a su padre,
volando despacito sobre el abismo, les dice: "Dale, Dolores, no llores. Dale.
Todo pasa".