El escritor que aprendió a pescar en el cielo de La Alhambra
Un estadounidense llegó a la ciudadela construida por los moros en Granada. Durante varias semanas se hospedó en un palacio que, para 1829, estaba en franca decadencia. Intentó recuperar la historia y las leyendas del lugar, sin darse cuenta del todo de que en realidad estaba dándole forma a un tratado sobre el orgullo humano.
Por Manuel Montali | LVSJ
Un día de primavera de 1829, un estadounidense llamado Washington Irving se dirigió a La Alhambra. Era escritor, viajero y cumplía un cargo diplomático para la embajada de su país en España.
Había andado por ciudades viejas como Toledo y Sevilla, maravillado por esa mezcla de "lo sarraceno con lo gótico", por la melancolía silenciosa de las sierras andaluzas (con sus picos adornados por el vuelo solitario de buitres y águilas) y las llanuras de Castilla y La Mancha, donde hasta los pastores estaban armados de trabucos ante la amenaza permanente de bandoleros y asaltantes de caravanas.
Lo obnubilaba la fantasía arábiga de "Las mil y una noches" y se propuso reconstruir el legado mágico de los moros en España, en particular en esa proeza arquitectónica que es La Alhambra. Irving llegó a caballo, a través de caminos de cabras, llevando pocas provisiones y una bolsa para eventuales ladrones (no fuera cosa de que los encontraran con las manos vacías y la decepción del asaltante estafado se tradujera en palos).
La ciudadela real, a casi cinco siglos de su construcción, lejos estaba de sus años de esplendor, y también lejos de lo que es hoy, ese foco turístico bien conservado. En la primera mitad del siglo XIX era un caserío lujoso, pero caserío al fin, rayano al abandono, en donde unos pocos cuidadores y miserables se repartían los amplios salones, torres, jardines y senderos que habían conocido el lujo y por los que habían luchado moros, españoles y hasta las tropas napoleónicas que los usaron de cuartel. "Cuanto más altiva ha sido una mansión en sus días de prosperidad, tanto más humildes han sido sus habitantes en los días de decadencia", cuenta el autor al ver a las familias de zarrapastrosos repartiéndose "los dorados salones con los murciélagos y lechuzas".
Recogió leyendas de tesoros escondidos, de princesas cautivas y de moros encantados en un letargo que apenas si conocía la noche de San Juan como tregua. Transitó salones, recuperó la historia viva de cada rincón y hasta elaboró su propia vindicación sobre el infame Boabdil, "El infortunado", el último sultán de Granda y La Alhambra, a quien le tocó entregar el castillo rojo en el que había nacido y huir como un ladrón, apretando en su bolsillo todo el metálico brillo sin temor (lo que terminó de erradicar el poderío árabe sobre España el mismo año en que un tal Cristóbal Colón se subía a una carabela para cruzar el Atlántico).
La riqueza de los escritos de Irving se luce especialmente en las aventuras diarias de los pobladores del lugar. Él fue el cronista de la decadencia, de los pobres que ostentaban el arte de vivir sin hacer nada, de los que disfrutaban al sol porque nada tenían y nada necesitaban. No hay poesía mayor que su descripción de los pescadores de estrellas, de quienes se encaramaban en lo alto de torres a cazar golondrinas y vencejos con cañas de anzuelos cebados con moscas.
Después de unos dos meses largos de reinado, mientras se daba al ocio en la Sala de Baños, Irving recibió una serie de cartas en la que le imponían descender de su paraíso y regresar al "mundo terrenal". Fue entonces que terminó de entender a Boabdil, ese que según la leyenda, al mirar por última vez el reino que dejaba atrás en su camino al exilio, fue acusado por su madre de "llorar como una mujer lo que no había sabido defender como hombre". Los "Cuentos de La Alhambra", en su rejunte de leyendas y tradiciones, esconden esta última defensa, la de los vencidos que deben soportar la prédica de heroísmo de los ganadores, de los dueños de la historia, de quienes la cuentan con el diario del lunes.
Irving fue rey sobre los miserables, criados e inválidos que se acurrucaban contra las murallas de La Alhambra. Por eso su historia es la de ellos. Y como una última advertencia cuasi bíblica sobre el orgullo humano, entre las fantasías de su libro, advierte: "El palacio de un rey, frecuentemente, acaba siendo el refugio del mendigo".