El escritor maldito que arruinó a una familia con un vaso
A 20 años de la muerte de Jorge Baron Biza. Un polémico escritor y político, heredero de una fortuna linda de dilapidar, cita a su mujer para ponerle punto final a una larga historia en la que no podía advertirse dónde terminaba la pasión y empezaba la violencia. En un vaso esconde el fuego de una maldición en el que va a arder toda su familia.
Por Manuel Montali | LVSJ
Esmeralda 1256, Retiro, Buenos Aires. Un 16 de agosto de 1964. Clotilde Sabattini llegó acompañada de su hijo Jorge y sus abogados al departamento en donde la esperaba Raúl Barón Biza. Iban a sellar la paz, el punto final de un divorcio que había empezado desde el mismísimo día del controvertido y secreto casamiento, en Uruguay, tres décadas atrás, cuando ella tenía apenas 17 años, casi 20 menos que el marido.
Cuando terminó la entrevista, él -Isidoro Cañones, playboy, heredero, primer tirador de manteca al techo, viudo de la actriz Myriam Stefford, revolucionario contradictorio, militante radical traidor a su clase, oveja negra, escritor pornográfico- sirvió whiskey para todos los presentes. A ella -militante radical por mandato del padre gobernador, alumna ejemplar becada en Europa, docente y pedagoga, perseguida política, autora del primer Estatuto Docente- le destinó una copa especial, de algo que parecía agua, pero era ácido. Y se la tiró a la cara. Quería arruinarla, quería dejarla ciega para que él fuera el último hombre que pasara por sus ojos.
El bello rostro de Clotilde se convirtió en una llaga. Y ardió por años, décadas, siguiendo el curso contranatura de la quemadura, de abajo hacia arriba, tal como le había llegado el impacto del ácido.
La bandada de cuervos salió volando, de urgencia, llevando a la mujer a la que se le derretía la piel. Raúl se vistió con una robe de camello con alamares de seda negra. Se sentó en la cama. En una mano tenía el vaso de whiskey. En la otra, una 38 larga. Quería terminar el trabajo fallido de Alberto, su cuñado, quien lo había herido una vez que se batió a duelo con él para defender el honor de su hermana. Y se metió un tiro en la sien. La bala le atravesó dos veces el cráneo y fue hacia una ventana, de abajo hacia arriba, como el ácido: perforó una cortina, el vidrio y chocó ya sin fuerzas contra la persiana, cayendo al suelo como un símbolo de la tragedia que no escaparía de ese cuarto, de esa familia. Porque para Clotilde comenzaría un larguísimo peregrinaje por clínicas y hospitales de aquí y Europa, haciendo llorar a los niños a su paso, quienes corrían a refugiarse en brazos de sus padres y preguntaban qué era ese monstruo.
Ironías del destino, ese peregrinaje de Clotilde tuvo una escala importante en Milán, mismo lugar donde Eva Perón estaba enterrada clandestinamente con un nombre cambiado. Ella, que buscaba injertos para recuperar un rostro que no aterrara al público, iba al encuentro de la otra, la que estaba embalsamada y a salvo del tiempo.
Sabattini se veía de alguna manera como la continuadora de la abanderada de los humildes, representante femenina del otro lado de la grieta, y hasta la admiraba -a pesar de haber terminado varias veces presa en tiempos peronistas-, pero despreciaba su estilo enérgico y prefería demostrar que a las mujeres (sobre todo a las radicales) les bastaba con estudiar para estar a la altura de los desafíos del mundo moderno.
Jorge Barón Biza (Ilustración de Jeff Östberg para New Yorker)
El peregrinaje, el naufragio, siguió también para el resto de la familia. Clotilde y Raúl habían tenido tres hijos en las treguas de su guerra: Carlos, Jorge y María Cristina. El segundo, testigo de la feroz agresión en el departamento de Retiro, acompañó a la madre durante algunas de sus estadías en Europa en donde los cirujanos de allí intentaban apagarle y reconstruirle el rostro. Dejó una novela sobre estas peripecias, "El desierto y su semilla", que empieza justamente después de ver cómo la tragedia cae sobre la familia desde el vaso de Raúl, vaso de Pandora.
En 1978, después de arder durante 14 años, Clotilde fue hacia una ventana del departamento de Esmeralda, barrio de Retiro, Buenos Aires, en donde había comenzado su calvario y se había disparado su marido, y se arrojó al vacío. María Cristina, la hija del matrimonio, también se suicidó diez años después. Y Jorge, a quien las personas le cerraban las ventanas cada vez que lo veían en una habitación a más de tres pisos, se terminó quitando la vida con el mismo método que su madre, en 2001. Exorcizando demonios, descarnando la tragedia capa a capa, este alguna vez había dicho: "La separación es un hecho impensable cuando solo hay amor y es el recurso más fácil cuando solo hay odio. Pero es un engorroso desgarramiento personal cuando el amor y el odio son un mismo y confundido elemento pasional en nuestro corazón".