El aviador que domesticó a un zorro del desierto
Un escritor francés le escribe cartas a su madre a lo largo del tiempo y del espacio. Es aviador. Le gusta la lucha contra la tempestad, el desierto, la soledad. Le gusta dibujar y uno de sus primeros bocetos es el de un zorro del desierto que está criando. En Argentina encontrará a la rosa que se diferencia de todas las rosas del mundo.
"A mí me gusta eso, el viento, y -en avión- la lucha, el duelo con la tempestad".
Es junio de 1921 en Estrasburgo. Un joven veinteañero, descendiente de una familia aristocrática en decadencia, le escribe a su madre sobre sus sueños entre nubes. Ya ha encontrado su lugar en el mundo: el desierto. Y asegura: "Debe de ser sublime desde el avión".
Es un muchacho sentimental este francés, muy aferrado a su madre luego de la temprana muerte del padre. Su correspondencia con ella es su diario íntimo. Un psicólogo no demoraría más de tres palabras en mencionar al rey Edipo.
La realeza viene al caso. Unos años antes, en 1917, había terminado de descubrir la conmoción humana mediante el arte, luego de ir a un teatro de la capital francesa a ver Petite Reine. No deja de ser curioso. Lo cierto es que el arte, la melancolía, la soledad, la vida errante sobre los aviones a lo largo del mundo (Europa, África y América) y luego el dilema de hombres matando hombres lo marcarán de por vida, junto a ese vínculo permanente con su niñez.
Sobre esto, es explícito en su correspondencia a lo largo del tiempo y el espacio. Desde Buenos Aires, en 1930, escribe a su madre: "No estoy muy seguro de haber vivido más allá de mi infancia". En otra epístola le dirá: "Ese mundo de recuerdos de infancia de nuestra lengua y de los juegos que inventamos me parecerá siempre desesperadamente más verídico que el otro". Ilustrará este sentimiento añadiendo que "la cosa más 'buena', más apacible, más amistosa que he conocido jamás es la estufita de la habitación de arriba en Saint-Maurice. Nada en la vida me dio tanta seguridad acerca de la existencia".
Como a todo niño, le gustan los dibujos y los animales. En Casablanca, en 1921, cuenta a su madre: "No sé qué me ha dado: dibujo todo el día y eso hace que las horas me parezcan cortas. Descubrí aquello para lo que estoy hecho: lápiz Conte con mina de carbón". Un poco más tarde, desde Juby, en 1928, le narrará a su hermana Didi su viaje de ocho mil kilómetros sobre el Sahara en cinco días. Y le confesará: "Estoy criando un zorrito del desierto o zorro solitario. Es más pequeñito que un gato y tiene unas orejas inmensas. Es adorable". Acompañará la carta de un dibujo de su zorro. Y le contará una cosa más: que terminó una obra de ciento setenta páginas (todavía creía que el volumen de papel daba mayor crédito). Habla de Correo Sur, la novela sobre un aviador que va a encontrar la muerte que él mismo tendrá 17 años después.
Es un libro prematuro, él mismo se dará cuenta. En 1940 le dirá a su madre que podría escribir, que tiene tiempo, pero que aún no ha madurado en él su libro, un libro que "diera de beber" a las almas desiertas (en la forma en que puede dar de beber un pozo en medio del Sahara a un aviador accidentado).
La inspiración argentina
Hay una leyenda en estos lares, según la cual ese libro, el que lo hará mundialmente famoso, se inspira en un aterrizaje de emergencia que tuvo que hacer en un campo en Concordia (Entre Ríos), donde se le aparecieron de repente dos jovencitas a las que luego en sus narraciones sobre este episodio llamaría "princesitas argentinas". El aviador fue alojado como huésped de esta familia en el Castillo San Carlos, donde parece ser que las niñas también tenían un zorro domesticado e incluso le hicieron una broma sobre la presencia de víboras.
No es imposible pero tampoco definitivo. Más factible suena su accidente en el desierto de Libia en 1935 en el que casi muere de deshidratación. De todos modos, su paso por aquí le cambiará la vida.
Efemérides al margen, el piloto había llegado a nuestra tierra un 12 de octubre de 1929 como director de la Aeroposta Argentina, filial de la empresa que reunía a un puñado de locos que dejaban la vida para llevar cartas de un continente a otro. Se alojó en un hotel de Buenos Aires y luego en el departamento 605 de la Galería Güemes de calle Florida. Se sintió triste y envejecer: "Buenos Aires es una ciudad odiosa, sin encantos, sin recursos, sin nada". Lo reconforta ser director de una compañía de suma importancia a los 29 años pero, añorando el Sahara, afirmará que Buenos Aires es otra especie de desierto, "una ciudad en la que se está totalmente prisionero". Se lamenta de que "no existe la campiña en Argentina" y de que fuera de la ciudad "no hay sino campos cuadrados, sin árboles, con una barraca en el centro y un molino de hierro para el agua. Durante cientos de kilómetros no se ve más que eso desde el avión. Imposible pintar, imposible pasear".
Dice que le gustaría casarse y será en Buenos Aires donde hallará al amor de su vida, a Consuelo, la rosa que es distinta a todas las demás rosas del mundo, que es tan delicada como vanidosa y capaz de matar a un tigre con sus espinas.
Pese a calificar a la Argentina de "país siniestro", el sur, la Patagonia, lo hará sentir un poco más a gusto. Esas pequeñas ciudades minúsculas sobre el verde interminable, y la gente que "a fuerza de tener frío y de juntarse alrededor del fuego, se ha vuelto tan simpática". La cordillera de los Andes le propiciará otra visión magnífica.
La compañía Aeropostal se cae a pique y él sigue su vida de trotamundos, aviador y escritor. Con el inicio de la Segunda Guerra Mundial pide ser integrado a una cuadrilla aeronáutica de la Francia Libre. En 1943, después de haber llenado miles de páginas con sus reflexiones, es en un libro infantil, mucho más breve, donde deja plasmada su mejor concepción de la humanidad.
En julio de 1944 emprende su último vuelo en una misión de reconocimiento. No se sabe más nada de él. Un año más tarde, su madre recibe la carta que le escribió poco antes de subir a ese avión: "Quisiera tranquilizarla con respecto a mí", comienza, cuasi profético. "¡Qué época desdichada!", se lamenta. Y concluye: "¿Cuándo será posible decir que se ama a quienes se ama? Mama, abráceme usted como yo la abrazo, desde el fondo del corazón".
Edipo, claro, y la realeza vienen al caso de este hombre que, siendo adolescente, vio que la obra de una pequeña reina conmovía París. Su obra, la de un pequeño príncipe que domestica a un zorro del desierto, va a conmover el mundo. Porque las personas se vuelven responsables para siempre de aquello que han domesticado.