Cuando la Guerra Fría se vivió en un tablero de ajedrez
Se cumplen 50 años de la final en Reikiavik entre Bobby Fischer y Borís Spassky, el duelo más famoso de la historia del ajedrez.
Ocurrió hace 50 años. Reikiavik, la capital de Islandia, fue el escenario elegido luego de arduos debates y polémicas. Antagónicos desde su personalidad, pasando por su estilo de juego, hasta llegar a convertirse en símbolos de dos sistemas, dos ideologías opuestas, enfrentadas sin ambages en una Guerra llamada Fría que, durante varias semanas de 1972, se trasladó a un tablero de ajedrez.
Robert "Bobby" Fischer nació el 9 de marzo de 1943, en Chicago, Estados Unidos. "Creció en una sociedad bulliciosa y ajetreada, que en gran medida se consideraba el autorretrato de la Norteamérica media, prospera, afectuosa, con trabajo remunerado, centrada en la familia, integrada en la comunidad", grafica John Edmonds en su libro "Bobby Fischer se fue a la guerra". A los 6 años, recibió un regalo que marcó su excéntrica existencia: un tablero de ajedrez. Coincidió con el traslado laboral de su madre a Nueva York. En el Club de Ajedrez de Brooklyn comenzó, entonces, una de las más apasionantes historias de vida del siglo XX. Fue el "enfant terrible" de este deporte, lo que le valió una atención global.
Su dedicación al ajedrez fue total. También casi total fue su aislamiento social: era indiferente a los sentimientos de los demás, generaba recelos y reverencias al mismo tiempo. Por lo único que sentía algo era por las piezas del juego que lo absorbió. Su biografo, Frank Brady, lo expresó así: "Se identifica con la posición del momento con tal intensidad, que uno siente que un defecto en su juego, como un peón retrasado o un caballo mal colocado, le causa un dolor casi físico y, desde luego, psíquico. Fischer se convertiría en el peón si pudiera, o si pudiera contribuir a consolidar su posición, marcharía con el codo con codo hasta la última casilla. En esos momentos, ante el tablero, Fischer es el ajedrez".
Terminó su azarosa y apasionante vida en la misma ciudad en la que se consagró campeón, el 17 de enero de 2008, luego de complicaciones renales.
Boris Spassky vio la luz en Leningrado el 30 de enero de 1937, en el seno del maremoto de sospechas, denuncias, detenciones, torturas, confesiones y muerte conocido como el Gran Terror. Las purgas llevadas a cabo por Stalin contra sus adversarios internos. A los pocos años partió a un refugio en los montes Urales, huyendo del avance nazi sobre su ciudad natal. Al volver a las ruinas de Leningrado, mientras se deshacía la ofensiva alemana, el ajedrez ofreció al niño Spassky la oportunidad de comenzar a salir de la pobreza extrema.
La Unión Soviética consideraba al ajedrez como parte del sistema estatal y a sus principales talentos como una muestra de la superioridad del sistema. Las estrellas de este deporte eran personajes privilegiados. Y hacia allí apuntó este jugador "fuerte en ataque, resuelto en defensa, excepcional en el medio juego y sobresaliente en el final de la partida", según se lo describió.
Luego de la caída de la Unión Soviética obtuvo la nacionalidad francesa y en sus últimos años como jugador representó al país galo. Actualmente tiene 85 años y vive en Meudon, un suburbio de París.
Dos extremos, dos talentos
Fueron dos talentos prodigiosos. Sin pretenderlo, por cierto, compartieron un rasgo personal: su rebeldía, aunque expresada de modo diferente. Fischer fue retratado como insolente, grosero, inculto, egocéntrico, ofensivo, presumido, fanático y obsesivo, entre otros calificativos. Sus comportamientos diferían notablemente de lo que se espera no solo de un deportista de élite, sino de una persona normal. "Son cosas de Bobby", sostenían quienes lo conocían mejor, tratando de minimizar estas actitudes. Spassky, por su parte, nunca se sintió cómodo como engranaje de la máquina ideológica soviética. En el citado libro, Edmonds señala que "si bien había saboreado el desagrado de las autoridades, su brillantez como jugador debió salvarle de posteriores restricciones". Hizo cosas que a nadie más le permitieron. En varias ocasiones cuestionó públicamente a las autoridades de Moscú. Se quejó de los salarios que ganaba. Participó de fiestas en los países occidentales que el régimen soviético veía como claudicaciones a la disciplina y a la idiosincrasia comunista. Tuvo gestos de independencia de pensamiento y autonomía de movimientos que seguramente no divirtieron a los jerarcas del Kremlin, aunque nunca sacó los pies del plato.
Se conocieron en la Argentina. Más precisamente en Mar del Plata en 1960. Empataron en el primer puesto del torneo internacional disputado allí. Spassky ganó la primera partida. Fue el comienzo de un duelo que se prolongó por una docena de años. Fischer volvió a nuestro país en 1971. Insistió, con fervor, para que la semifinal del campeonato del mundo contra el armenio Tigran Petrossian se jugara en Buenos Aires. Era un voraz apasionado por la carne argentina. En octubre de ese año despachó a su rival y se convirtió en el aspirante al trono que Spassky le había ganado a Petrossian en 1969.
La Guerra Fría en el tablero
A las cinco de la tarde del 11 de julio de 1972, el Palacio de los Deportes de Reikiavik estaba colmado de espectadores. "Sobre el estrado, el campeón del mundo de ajedrez, Boris Vasilievich Spassky, de veinticinco años, está sentado solo ante el tablero. Juega con las blancas. A la hora en punto, el árbitro aleman Lothar Schmid pone en marcha el reloj. Spassky levanta el peón de la reina y lo avanza dos casillas. El rey del ajedrez de la Unión Soviética ha iniciado la defensa del título que ha sido suyo desde 1969, y de su país sin interrupciones desde la Segunda Guerra Mundial. Echa un vistazo al otro lado del tablero. La silla giratoria de piel negra, cara y de escasa altura, hecha a medida para su contrincante, está vacía. Seis minutos después llega el aspirante norteamericano. Un suspiro de alivio recorre la sala. Se temía que no apareciera. Con Fischer nunca se sabe. Una mano grande se alarga hacia el tablero, levanta el caballo del rey negro y lo coloca en f6", cuenta John Edmonds. Bobby Fischer y Boris Spassky habían comenzado la guerra en el tablero, luego de arduas negociaciones, discusiones, plantones, atrasos y reclamos que, en un caso tenían que ver con el dinero a percibir y los caprichos individuales del genio norteamericano que estuvo a punto de no competir. En el otro, con las estructuras, el escenario, las condiciones sobre las que se iba a desarrollar el match. Debían tener todo planificado. Dos ajedrecistas especulando antes de la trascendental partida. Pero también dos sistemas ideológicos pugnando.
Antes de aquellos primeros movimientos en el tablero, el clima siempre fue enrarecido. Los desplantes de Fischer enardecieron a los soviéticos. El estadounidense no estuvo presente en el acto de inauguración. Spassky se sintió ofendido y abandonó la ceremonia. La Unión Soviética exigía a gritos sanciones. Fischer debió pedir perdón, algo bastante raro en él. Sorprendido, Spassky mostró su indocilidad una vez más: desconoció la orden del Kremlin que le exigía retornar a Moscú y aceptó las disculpas. Aún creía que podía vencer al genio norteamericano.
No sin controversias que pusieron en riesgo la definición del campeonato, durante 52 días disputaron 24 partidas y dieron lugar a uno de los mejores capítulos en el historial de este juego. El 1 de septiembre, Robert James Fischer fue proclamado en el undécimo campeón mundial. Por única vez en la historia, el ajedrez eclipsó a todos los otros deportes y concitó el interés del mundo entero. Fue en el verano de 1972, hace medio siglo, cuando la Guerra Fría se convirtió en una batalla de peones, alfiles, caballos, torres, damas y reyes.