Cuando D10s volvió al cielo
El mayor ícono argentino, el que nos representaba en el cielo y en la tierra, en la cima y en el barro, ahora se fue, aunque no queramos creerlo. Se fue solo, demasiado solo, él, que era de todos, nuestro y del mundo.
Por Manuel Montali | LVSJ
Hace un año, un año exacto, publicamos una nota en este espacio sobre una de las primeras resurrecciones de Diego: cuando D10s volvió a la tierra, la tierra de un campo ignoto de La Pampa, para aislarse de Maradona y volver a ganarse el cielo a patadas, como el pibe de Villa Fiorito que soñaba con ganar un Mundial, que era el del '94.
El mayor ícono argentino, el que nos representaba en el cielo y en la tierra, en la cima y en el barro, ahora se fue, aunque no queramos creerlo. Se fue solo, demasiado solo, él, que era de todos, nuestro y del mundo.
¿Qué sabemos de Indonesia, de Taiwán, Eslovaquia, Bangladesh, Níger, Bielorrusia? ¿Qué saben ellos de nosotros? Argentina: Maradona.
La vida del Pibe de Oro fue el show de Truman. Y, si además vivió todo lo que cuentan de él, es imposible que se haya ido este miércoles, con apenas 60 años. Pero, como la canción de su famoso precalentamiento en Nápoli: Live is life. C'est la vie.
Argentinidad al palo. Como si el Diego nos hubiera pedido "Cry me a river" para tener el río más ancho y ahora también el más largo. Porque difícilmente volvamos a ver en esta vida algo parecido al llanto masivo y mundial por su partida... ¿Qué tiene que darse para que eso ocurra? Por empezar, que ese héroe haya nacido del fondo rascado de una olla, que sea el mejor de la manifestación humana más popular, que gane un Mundial con dos goles antológicos contra la selección de un país que haya puesto de rodillas al suyo en una guerra apenas un ratito antes, que sueñe y haga soñar con volver a tocar la gloria, resucitando una y otra vez de las crucificciones de árbitros que cobren penales en contra, de enfermeras que lo busquen en medio de una cancha y de alemanes ávidos de goleadas. Además, que llegue primero. Y que sea orgulloso, fanfarrón, rebelde, peleador de molinos, con conciencia de clase y mil contradicciones. Como dijo Galeano: el más humano de los dioses. Que sea un mito en vida. Poca cosa, ¿no?
Emir Kusturica, el Maradona del cine, se dio el gusto de filmar un documental sobre Diego. Hay una escena que permite entender por qué un tipo nacido en los Balcanes pierde el sueño por un futbolista sudaca. No es por paralelismos entre patrias que saben de desayunar tristezas y cenar broncas, ni por ser el nuestro también un pueblo de nostalgia, de desarraigo, de guerras perdidas. No. Kusturica va a Cocodrilo, un night club muy popular de Buenos Aires y que en ese momento era sponsor de la Iglesia Maradoniana. Se sienta junto al dueño. Frente a él hay un par de mujeres bailando y quitándose la ropa. Emir se da vuelta, no las mira. Clava los ojos en un pequeño televisor. Están reproduciendo goles del Diego. El dueño lo advierte:
-¡Emir!
Y le dice que las bailarinas se quejan de que, cuando aparece Maradona o pasan sus goles, todos los clientes hacen lo mismo que él: ignorarlas.
Vi algo parecido en alguna ocasión, en un bar de la Cañada, en Córdoba capital, en donde nadie se movía mientras repetían jugadas del Diez en los televisores del lugar. La música aturdía para obligar el baile, pero todos quedaban hipnotizados por ese pequeño hombrecito que ya bailaba por nosotros con una pelota en los pies.
Cualquier cosa que podamos decir, o escribir con mil palabras, no puede superar esa imagen.
El influjo de Maradona no se explica. Se siente. Se vive.
Y si hablamos de paralelismos, de tirar paredes entre países, casi con seguridad nos hemos visto en los ojos empañados de los napolitanos, que también lloran a Maradona como a un miembro de la familia. El desborde surrealista de nuestra despedida del Pelusa solo tuvo parangón en esa porción incendiada de Italia.
Hay determinados hechos en la vida de Diego que estremecen por su carga simbólica. Por ejemplo, que el último estadio en donde recibió una ovación del público haya sido La Bombonera. Imposible de prever. Realismo mágico.
Otro, no menor, fue que después de conocer el peso de la copa del mundo en México, haya ido a volver a conquistar el Olimpo en Italia '90, su Italia, la que lo veía tumbar goliats con la honda celeste del pequeño Nápoli.
La selección argentina, que superó las distintas instancias de ese torneo con más pena que gloria -gracias a alguna pincelada de Diego con los tobillos a la miseria y las atajadas de Goyco-, llegó a semifinales para enfrentar a la local. Cosas de ese azar, de ese realismo mágico, el partido se debía jugar en el ex San Paolo (de ahora en más sabemos cómo será renombrado), sí, el estadio del Nápoli. Diego iba a enfrentar a Italia en una ciudad que era más suya que de cualquier jugador de la "azzurra".
Y para los napolitanos se generó un debate jodido. Como que les preguntaran si querían más al padre o a la madre. ¿A quién apoyar? ¿A su selección, la selección de un país que los despreciaba y aplastaba con el taco de la bota? ¿O a una selección extranjera pero llena de descendientes italianos, y en la que además jugaba Maradona?
Ellos, sureños, pobres, no se permitían admitir del todo que se sentían más identificados por Diego, por ese muchacho que había nacido en otro sur y otra pobreza, la del país que había alojado a sus abuelos. Pero la verdadera Italia pobre, la de Nápoli, era y sigue siendo Argentina.
Tal circunstancia explica muchos de los silencios generales del público durante ese juego en el que la albiceleste, nuevamente con más pena que gloria, sacó a Italia del Mundial. Un silencio muy distinto a la silbatina que recibió el himno argentino al sonar en la final, en el Olímpico de Roma, y que motivó a Diego a insultar a la madre de todos cuando la cámara lo tomó.
El resto lo conocemos. Esa tragedia donde el árbitro cobra un penalito para Alemania después de no haber sancionado un penalazo a favor de Argentina. Las lágrimas de Diego. Caer desde la cima. Reinventarse. Una, mil veces.
Entre ellas, la que contamos hace un año, cuando bajó a la tierra de La Pampa y sus primeras palabras fueron:
-¿Adónde me trajeron, hijos de puta?
Quizá, este miércoles que nunca olvidaremos (el día 0 D.D., después de Diego), al volver a su planeta, barrilete cósmico, haya señalado hacia nuestro lado, divertido por la aventura, y riéndose con la picardía de siempre, haya dicho:
-¿Adónde me mandaron, hijos de puta?
Pero lo más probables es que, como Pichuco, nos recite: "Alguien dijo una vez que yo me fui de mi barrio. ¿Cuando? ¿Pero cuándo? Si siempre estoy llegando...".
Diego, el Diez, Pelusa, el Pibe de Oro. El más humano de los dioses. Hoy su cara está en todas las remeras (y murales, banderas, pieles). El muerto que no va a parar de nacer.